14 septiembre, 2006

Llueve...

Veréis, resulta que, pensando en que dejo este cuaderno (porque ha de ser así, el viaje acabó) noto que me va a faltar algo. Cogida carrerilla, parece que el impulso de escribir resulta irrefrenable. Llevo noventa días acompañado de este cuaderno y su ausencia no me resulta cómoda. Además, me doy cuenta de que, de alguna manera, estos noventa días han supuesto una especie de "entrenamiento", y ahora que tengo la "pluma suelta", como diría Nines (más o menos), quisiera mantener la "forma". Por tanto he decidido iniciar un pequeño experimento literario, a vuestra completa disposición si seguís el enlace: LLUEVE.

13 septiembre, 2006

Aterrizaje forzoso

Ayer llovió. El termómetro, con las primeras luces del alba, marca catorce grados, y el día está neblinoso, húmedo, hermoso. Llega el otoño. El gallo canta en las calles vetustas del pueblo mientras el mate de coca humea junto a la pantalla de la computadora. La ventana está abierta para permitir la ventilación, sólo unos minutos, edificio hermético de país templado, cristal doble, muros de piedra gruesa. Aquí las casas no son cuatro tablas y unos trozos de tela de mosquitera. Aquí todo es infinítamente más complicado. Pronto habrá que encender la estufa, quemar la leña que nos dan los árboles, los diminutos y ásperos árboles meseteños, para soportar el frío intenso del invierno.

El horario de sueño se empieza a normalizar y he tardado cuatro días en ser plenamente consciente de dónde estoy. Las impresiones del viaje persisten en mi memoria, pero la resignación ha ganado la batalla al final. Tiene que ser así. En unos minutos partiré en el tren de cada día hacia el trabajo. Rostros pálidos en los andenes. Labios de línea fina, sin volumen. Ojos de pez. Cabelleras de mil colores. Voces en alto mientras el traqueteo suave, llamativamente moderno, nos transporta. Un "no te jode" con jota áspera. Anoche hablé con el otro lado del mundo. Una llamada que no pude hacer en su momento. La voz melodiosa, acariciante, el acento permanentemente amable me devolvió por un instante a ese lugar que guardo ahora en mi corazón. Gracias por seguir allí, ha sido un alivio.

La vida sigue. La pelea, ¿qué pelea?, ¿pelear por qué, para qué? Unas clases, enseñar al que no sabe, al que a veces ni quiere saber. Juventud ensimismada en el botellón del jueves, del viernes, del sábado, que es lo más intenso que la vida parece ofrecer, no tienen ellos la culpa. Vidas encorsetadas en una hipoteca, en un coche nuevo. Existencias dirigidas por el mando, por el control que cree dirigir, como en un extraño partido de ping-pong en el que lo que parece ir en realidad viene. En los medios siguen las mismas discusiones intrascendentes de siempre presentadas como si fuera en ellas la vida del universo, Goebbels estaría orgulloso, todos entrando al trapo. Un ayuntamiento, una lucha por tus ideas, ideas que no son compartidas, egoísmo en el que lo único importante es cómo ganar más dinero, lo demás, lo importante, no importa, dinero que cae sobre dinero, avaricia infinita. Nunca había sentido con esta fuerza, con esta precisión, la banalidad, la futilidad, el vacío.

Aquí todo está hecho y allí está todo por hacer. Siempre dije que la única postura ética ante la inmensa injusticia del mundo es desaparecer, volver a la tierra de donde procedemos, ya que la propia vida del primer mundo, que nombre más feo, con su opulencia, con su despilfarro, cada paso desde que te levantas por la mañana, aún sin quererlo, es una carga para el oprimido, y cuando he argumentado esa idea, teórica, siempre teórica, el colofón es que la alternativa es dar el salto, cambiar, abandonar el vacío, para que al menos el balance final de tu vida no arroje números rojos, que sume algo, que no sea sólo una carga más. No se sabe, ahora veo el cómo, incluso puede que haya visto el dónde, incluso tengo el ofrecimiento firme, el apoyo que podría facilitar el llevar a cabo la coherencia, gracias, mil gracias, lo tengo anotado cuidadosamente en la libreta del corazón. Hoy, más que nunca, veo que la teoría, esa teoría que tanto nos gusta a los pobrecitos habladores desde nuestra poltrona grandilocuente, puede convertirse tal vez en práctica. Hoy, el temor, la dificultad, que siempre existen, parecen menos, la posibilidad no parece inalcanzable.

Cierro este diario. Es una decisión que ya estaba tomada desde el mismo instante en que empecé a escribir. Fueron notas íntimas dirigidas a personas íntimas. Estoy profundamente agradecido a todos los que me siguieron durante el viaje, desde aquí, desde la vieja Europa. Sois la gente que quiero desde hace años, y fuisteis la compañía necesaria, imprescindible, esa es la terrible paradoja, las raíces están aquí, dónde si no, siento como si me fuera a partir en dos mitades. Cierro este diario. En todo el viaje, no he revelado su existencia a los protagonistas de los que hablaba, ellos eran actores, parte de la narración, pero no partícipes, no era para ellos para quienes escribía, escribía para el otro lado del mundo. Ahora esa función desaparece, y las notas íntimas no deberían volar por el ciberespacio como si tal cosa, no era ese su destino. Sólo cinco personas del otro lado del océano conocen estas notas. Sólo cinco protagonistas, actores y partícipes. ¿Qué debo hacer ahora, escribir para ellas? ¿Empezar otro cuaderno? ¿Dar el relevo? El problema sólo es uno: qué contar, de qué demonios hablar en un lugar del universo donde nunca, nunca, pasa nada... ¿Tal vez del gallo que canta y de los amaneceres húmedos? ¿Quizá sea eso lo único que importa?

Cierro el diario, unos días más y lo cancelaré para siempre, y ha sido una experiencia inolvidable, el diario en sí quiero decir, lo demás ya lo he contado. Gracias a todos por acompañarme. Habéis estado en mi imaginación en cada palabra que he escrito.

10 septiembre, 2006

Una hoja en blanco nada más

Estoy demasiado triste para escribir aquí y por eso no puedo evitar hacerlo. Acabo de extraer el disco de la Fitgerald que lleva encerrado en el equipo de música desde hace noventa días para cambiarlo por uno del grupo de Joe, el músico del Cusco que trabaja para mejorar la educación en comunidades aisladas de los altos Andes. Devuelvo un par de correos electrónicos de mis chicas de Puerto Maldonado, los electrones son ahora el hilo físico que nos une, aunque la unión verdadera es ajena a la física y a la electrónica, qué pobre es la física, tan moderna, tan escasa. Comienza a sonar la zampoña, la caja peruana, el hayno inunda los altavoces, que son los parlantes, como dicen por allá, y es la primera vez que escribo allá refiriéndome a ese lado de la realidad, me doy cuenta con la última tecla, lo podéis comprobar vosotros mismos. La guitarra y las voces indianas, imagino esas cabelleras negras y lacias de hombre inca, rasgos afilados de nobleza perfecta, y las voces y las guitarras, y la tonada andina, me acongojan, y me empequeñecen. La melancolía puede ser el más dulce de los sentimientos, América Latina es un enigma, dice el cantante, en la calle el sol, treinta grados marca el termómetro, es la temperatura de la selva virgen, brilla con fuerza el sol castellano, es final del estío, nunca hubiera imaginado que la luz hermosa de mi tierra, y la campiña de encinas y sauces, pudieran ser más tristes que la garúa de Lima, que es tan poética, que es tan tristona, al despertarme he visto desde la ventana el chopo grande junto al río que ya empieza a otoñecer, como diría el amigo Gustavo, y me he hecho aún más consciente, y aún no lo soy del todo, de que estoy acá, y es la primera vez que escribo acá refiriéndome a este lado de la realidad, lo podéis comprobar vosotros mismos, ese acá.

El cuadernito que he llevado pegado a mí en cada segundo del viaje, afortunadamente no lo he perdido, está abarrotado de notas. Un lado, porque todo cuaderno tiene dos lados, cada cuaderno son dos tapas y dos cuadernos, ying y yang, chacana simétrica, el mundo es simetría, ciclo, vuelta a empezar, un lado tiene una lista de palabras a las que sigue su equivalencia en otra lengua, que es la mía, que es la suya también pero que es otra, también alguna receta, causa rellena, ésta dictada por Zully, gracias, estuvo deliciosa, qué bien lo pasamos ese día, la tortilla española amazónica tampoco estuvo mal, una tortilla en una selva, sin papa, no había más que una, el plátano y la yuca no son malos sustitutos, por si os pasa, se amontonan los recuerdos, tendré que hacer la causa rellena por acá, otra vez lo he escrito, ese acá, ese acá, ese acá...

El otro lado del cuaderno recoge ideas sueltas, una observación en una cafetería o en una fuente de soda, un sentimiento breve que se va a fugar, que hay que atrapar como una mariposa morfo, para que no se pierda, para que siga volando libre eternamente, no es posible, lo sé, un color en una calle, en un paisaje, en un corazón. Ideas sueltas entremezcladas, la libreta se parece a la periferia de Lima, cables y calles y gente y carros y mezcla y todo junto, la libreta tiene ideas sueltas entremezcladas con un correo electrónico, un teléfono, otro, éste es el celular, verdad que seguiremos en contacto, claro, ni lo dudes, la mitad de esa mitad de la libreta son notas sueltas y la otra mitad son nombres, siempre nombre y dos apellidos, culturas semejantes, caracteres idénticos pero distintos, somos parte de lo mismo, somos complemento y simetría, un teléfono a continuación, mira éste es el de acá y éste el de Lima, me llamas, eh, y el correo electrónico, éste lo leo todos los días, vivo en Sigüenza, bueno en un pueblito de veinte habitantes, a seis kilómetros, es muy bonito, tenemos hasta castillo, provincia de Guadalajara, sí, como la de México, de dónde crees que procede el nombre, ya sabes, cuando vengas por España que no se te ocurra no llamar, aquí tienes una casa, y un amigo, pero ven, eh, bueno, yo también tengo que volver, no me cabe duda, nos veremos muy pronto, estoy seguro.

Ha sobrado una hoja, cada mitad del cuadernito ha quedado separada por una sola página en blanco, todo lo demás está lleno, completo, vivencia escasamente recogida, el lenguaje es la más imperfecta de las comunicaciones, una hoja en blanco con cuadraditos grises, una página de sobra nada más, cuadernito sencillo de vida condensada, la simplicidad es la más hermosa de las cualidades de las cosas. Viajar, inmensa idea, muchísimo más que hacer turismo y sólo un poco menos que radicar, esto ya lo dije una vez, viajar es también vivir, y ni el más denso de los cuadernitos garabateados, y ni el más íntimo de los cuadernos de viaje, puede resumir, ni podrá, qué rabia siento, tiene que ser así, eso es lo bonito, ni puede atesorar, ni podrá, ni puede contener, ni podrá, tiene que ser así, eso es lo más hermoso, la vida sigue, la vida pasa, ni puede siquiera llegar a rozar levemente un simple fragmento de existencia, tremenda la palabra existencia, por muy insignificante que éste sea.

09 septiembre, 2006

Simetría

En Saga Falabella ya anuncian la moda para la primavera-verano, y yo atravieso el óvalo de Miraflores, en taxi, en dirección al aeropuerto. Mi última carrera en Lima se la debo a Fernando, taxista joven pero que sí es conversador. El avión despega indolente, cruel, como si con él no fuera la cosa, y yo empiezo a mirar que me alejo, y al pensarlo me sale esa jota que es hache aspirada, qué rabia me dá, nostalgia en estado puro, unas horas y de nuevo el español áspero de la Península. Una mirada fugaz a Lima, que ciudad más insufrible, qué bien suena esa palabra, me encanta Lima, nunca podría vivir en ella, y ya estamos dentro de la panza del burro. La orografía tremenda de los Andes aparece en un instante más, ese paisaje interior que ya es mío, me gustaría ver los nevados que destacan al fondo rodeados de verdor, en época de lluvias, en el invierno de los serranos que es el verano de los limeños. Me prometo hacerlo, y poco después las nubes empiezan a invadirlo todo. Los monitores de vuelo de la cabina de pasajeros indican que ya estamos saliendo de la Cordillera. La ceja de selva está bajo nuestros pies y un poco más allá, entramos en la Amazonía, con sus nubes salpicadas, cúmulos como rebaños de ovejas gigantes que dejan entrever la selva. La linea que traza la trayectoria a seguir en los monitores es larga, un arco inmenso, todavía lo estamos recorriendo en su primera parte. Sudamérica en el mapa se antoja amplia, anchísima, todo un inmenso jardín es Sudamérica. Puedo decir que hoy he comido en Manaus por primera vez en mi vida, bueno a sólo diez kilómetros, que es la altitud de vuelo. Me quiero imaginar sus mercados de pescado del gran río. Me quiero ver en ellos, sé que alguna vez será, seguro. La linea roja de la trayectoria se sigue recorriendo en el monitor. En un momento dado, cortará el Ecuador terrestre. Durante el viaje cambiaremos un hemisferio por otro. Y un continente por otro. Un océano por otro. Una orilla de un enorme mar por la otra. Cuando vamos a salir al mar, empieza a caer la noche, y el rojo de la raya del crepúsculo rodea al avión completamente, como una corona, por encima de las nubes. El avión vuela al encuentro del sol, o el sol al encuentro del avión, o quizá sea la tierra la que se va encogiendo, acercándo entre sí todo lo que flota en su derredor, quizá la distancia no sea tal, sino un estiramiento del espacio, un alargamiento del tiempo. En pleno mar, la luna tamiza el gris de las alas del avión, que brillan bajo su magia, en el fondo sólo se ven nubes, un mar de nubes que es atlántico, el de los atlantes, y representa el alejamiento con jota áspera. Cuando empezamos a vislumbrar las luces de los pueblos del sur de Madrid, el avión va perdiendo altura y ya hemos completado todos los cambios que había que realizar. Hemos atravesado la Cordillera que merece recibir tal nombre, una selva que es la selva, un continente de inmensidades, y, además, un océano y media península. Atlas de geografía condensada. Aunque no las veo, las estrellas ya han cambiado en la bóveda celeste, el alba despunta en el horizonte cinco horas antes de lo que indica mi reloj biológico, dos amaneceres en diecinueve horas, la cruz del sur ya se ha perdido y en el lado opuesto del cielo habrá salido la estrella polar, la luz trémula se asoma por encima de los relieves de la Sierra de Madrid, y Dos Hermanas, o Peñalara, son remedo inconsciente del Huascarán, de la Sierra de Vilcanota. El cambio ya está hecho, pero el corazón aún se debate en la interfase de dos mundos, un pie ya a punto de tomar tierra, el alma entera todavía atrapada en un nevado, en una selva, en una niña de carita sucia. En el avión, una muchacha menuda al otro lado del pasillo, un metro de distancia, lee una carta que es de amor, porque la primera palabra escrita y subrayada, en grandes letras, es esa, precisamente, la palabra amor. Lo veo de refilón sin poder evitarlo a la vez que aparto la vista, la carta es suya. Yo estoy ordenando notas en mi libreta, no quiero olvidar absolutamente nada, sé que es imposible, me duele, ella, después, abre algo que parece un diario, y escribe. Después veo que es peruana, a ella le dan la tarjeta de inmigración, a mí no, en ese momento percibo la simetría. En tierra, me espera Nacho, que me devolverá a Sigüenza, el otro lugar del universo. Nacho, hoy, además de un amigo es un símbolo. El símbolo de conexión que me enlaza con otro mundo, que me ofrece el testigo, el relevo, que representa la unión y el intermedio entre las partes, como la chacana inca, como el mismo Cusco. Atrás queda todo. En unas horas he cambiado un hemisferio por otro, un continente por otro, una orilla por otra, unos amigos por otros. Atrás queda todo. Hay que empezar de nuevo. La memoria persistirá incompleta, imperfecta, quien pudiera grabar cada segundo de su vida, daría un mundo por grabar cada segundo de mi vida, la memoria persistirá incompleta, escasa, cómo odio a la memoria, tan escasa. El otoño empezará enseguida, amarillearán las copas de los árboles, nacerá el verdor y la humedad en las campiñas, y pronto lo sucederá el invierno con sus rigores. Mientras, en Saga Falabella, las limeñas, qué gentilicio más hermoso, comprarán la última moda primavera-verano.

07 septiembre, 2006

Del puente a la alameda

La Alameda de los Descalzos y el Paseo del Agua. Es el barrio de "bajo el puente", como dicen por acá, más oficialmente el distrito de Rimac. Y es lo más rancio de Lima en el sentido más literal: casonas coloniales con las tradicionales balconadas de celosía de madera, pero caedízas, decrépitas, llenas de mugre. Ya digo, rancias. Es la Lima más aunténtica con la que me he encontrado, dejadme que os cuente. Al pisar la otra orilla del río hablador, del Rimac, la orilla opuesta al "damero de Pizarro", el cuadriculado de calles (jirones acá) que rodean la Plaza de Armas, hoy más magnífica que cuando llegué, la regularidad propia del momento de la fundación de una ciudad se desdibuja en calles irregulares, en esquinas con señoras vendiendo fruta, en laberinto de minibuses y humanidad, el pavimento del negro de Lima y el cielo del gris de Lima, la colonia y la república juntas e incluso revueltas, la vetusted y el caos como en ningún sitio de la ciudad se mezclan, la Lima más pura y dura, amigos míos. En una esquina una mujer joven que vende chucherías (¿como se dice esto, amigas?) en su carretilla (su puesto callejero) me dice "no vayas más allá, que te van a robar". Un segundo antes, casi a la vez que sus ojos se clavaran, casi con cariño, en los míos, ya había decidido darme la vuelta. Compro un plátano a la señora de al lado, son las cuatro y llevo todo el día deambulando apenas sin comer, regreso por donde había venido. De la Alameda al Puente, por la vereda, calles de barrio, que se estremece, que te estremeces. Pero cómo no había cruzado ese puente antes...

Mi limeña amiga de flor de canela me dice que Lima es la ciudad de los reyes porque es tres veces coronada, eso no lo sabíamos, pero yo prefiero la Lima mundana, la Lima sin reyes y, si me apuras, sin dioses, vamos, la Lima-Lima. Hoy he estado en otro sitio que quería ver desde que aterricé en esta orilla del Pacífico. El mercado central, Ayacucho con Ucayali. No es lo mismo que el del Cusco, más desorganizado luego mejor, pero tiene la enorme ventaja de que las cosas están etiquetadas en muchos de los puestos. Además de que es bastante más grande, claro. Naturalmente, me he perdido en lo estrechos callejones de fruta y verdura, lástima la cámra, no es cuestión de pasearla por acá en según qué sitios, y he estado intentado hacerme a mí mismo el examen, a ver si he aprendido algo o qué. Al menos me ha reconfortado el poder pedir casi todo lo que necesitaba por su nombre. Porque, naturalmente, me he acercado al mercado a por algún tuberculito y alguna otra cosilla que llevarme para allá, ya hablaremos de experimentos, Bea, que considero a mi disposición tus surcos y tus pedazos, entiéndeme, que no se me mosquée Luis, hablo de la Pachamama, de la madre tierra, de la agricultura en sentido literal en sí, con su siembra y su recolecta y todo eso. En fin, que tengo que haceros un par de platos que me han enseñado por aquí pero necesito material perdurable, no sé si me entiendo. Y no he hablado de comida peruana en todo el viaje, pero qué desconsiderado, me perdonas, Bea, ¿verdad?

Pero la guinda del día ha sido el mercado de las yerbas. Veréis, nunca imaginé que sería tan difícil conseguir hoja de coca en Lima, con toda la que he visto por la Siera y por todos los sitios, pero por no cargar y eso, además de que es frágil, pues que lo dejaba para conseguirla acá. Al final me indican un sitio, en pleno distrito de La Victoria, lo peorcito de la capital, Avenida Aviación, cerca del mecado de Gamarra, los taxistas que son una joya de información condensada. Otro taxista me lleva y, efectivamente, uno que ya está curtido sobrevive donde haga falta, pero el hipo se quita, vaya que sí, agravado encima porque la cosa está en obras, la calle levantada, el taxi no puede llegar hasta el mercado propiamente, las combis se amontonan, gente, uf, un guardia cerca, armado hasta los tobillos como siempre, le pregunto, voy allá. El mercado propiamente dicho es, como decirlo, una pa-sa-da. Nunca vi tanto remedio junto, desde el brebaje de las treinta y dos yerbas que, naturalmente, lo cura todo, ramilletes de plantas frescas amontonándose, unas conocidas, otras no, líquenes serranos que también lo curan todo, cortezas selváticas, raíces y puntas, semillas de huairuro para la buena suerte, se leen cartas, ungüento de serpiente, naturalemente ya he sobrepasado mi límite de retención de datos, extracto de maca en cómodas píldoras, para que el hombre sea hombre, por supuesto, perfumes que enamoran, o que desenamoran, o que atraen el dinero, o repelen los enemigos, o lo que sea. Alucinante. Compro tres sampedros (esto será encargo para Nacho A., experto en cactología), un poco de coca, sí, aquí si hay, "en el puesto de la esquina", al fin lo encuentro, al mayor y al menor, en hoja o en harina, póngame un poco de todo, me lo llevo puesto, ¿no me vende cien gramos de maca en polvo?, no, mínimo medio kilo, venga, buena mujer, que no quiero llevar peso, y ni siquiera es para mi, piensa uno, qué voy a decir, un cuarto por sol y medio, bueno, venga, me la llevo, tampoco es tanto. Cuando consigo un taxi ya llevo un buen bolsón de menudencias para llevar, espero que en la aduana no me confisquen, me refiero en persona. ¿Alquien sabe si se puede meter la hoja de coca tal cual en España? Porque si no, Nacho, quedamos en Carabanchel más que en aeropuerto...

El resto del día, deambulando por mercados de artesanía. Son abigarrados, el mejor para mí el de Santo Domingo, tras la Plaza de Armas. En Miraflores, a una cuadra del Óvalo, también hay mercados de artesanía, pero tienen lo mismo o menos, más caro, y hay que andar más. En Santo Domingo está todo en un edificio de varias plantas, todo junto. A mí esas artesanías como que no me van mucho, pero los compromisos y eso, ya se sabe...

En fin, que llega la noche, vuelvo al buen recaudo de Miraflores, antes paso por el Hostal Las Artes, en Bolognesi, que dejé unos libros, exceso de peso, allá por el mes de julio, descargo todo, cancelo la cuenta del hotel, hago las llamadas que quería hacer, despedirme de amigos, no localizo a todos, una pena, me reservaba una llamada para mañana, en el aeropuerto, pero me avisan de que quizá no pueda localizar, que anda en algún lugar remoto, llamo por si acaso, no lo coje, mala suerte, déjame que te cuente, mujer, mi pensamiento...

06 septiembre, 2006

Bajo la panza de burro

Dicen que el cielo de Lima en invierno es del color de la panza de un burro, aunque Alfredo Bryce, autor al que acabo de tener el gusto de conocer, gracias a una amiga maldonadense, y deseaba hacerlo desde hace algún tiempo, dice que bien pudiera ser del color de la barriga de un cachalote muerto, pero que ácido que es este señor. Lo cierto es que la garúa humedece las calles de amanecida, el día es gris, plomizo, y a mí siempre se me viene a la cabeza, desde que vine, desde que pise Lima, aquella frase referida a otra parte del Pacífico, "el invierno más frío de mi vida lo pasé un verano en San Francisco", pero es por contraste, que acá ni en invierno merece la pena llamar frío a eso, aunque en las zapaterías no venden sandalías en esta época, que no he encontrado, lo juro. En fin, no sé si Mark Twain, impenitente viajero, conoció la corriente de Humboldt y la panza de plomo de Lima, aunque me da a mí que no, él se lo pierde, qué se le va a hacer.

Lima, donde el río es hablador, el Rimac, "río que habla", literalmente, gracias amigas cuscolimeñas, sigue donde estaba cuando empecé esto. Y yo de nuevo en Miraflores, en el pequeño "bed & breakfast" a 30 dólares con desayuno, ha de ser así, con ese nombre, claro, San Martín con Avenida Larco, lo más "fashion" de Lima es en promedio tres veces más caro que la media del país, eso sin entrar en el San Martín, precisamente, que supongo que ahí te clavetean.

Lima, donde se mezclan todas las razas de éste y del otro lado del océano, pero ahora, digo, casi siempre es el Atlántico, aunque también hay asiáticos, por supuesto, faltaría; cuando llegué no tenía ojos para las caras, aunque miraba, y miraba, lo juro, pero un ciego no puede ver. Ahora miro, y veo una nariz andina, y una de la selva, y unos ojos de pupila negra que sobrepasa los párpados, y determino la mezcla de razas, y los ojos rasgados, y también los rasgos pertinentes, afilados de un serrano, y el pelo azabache de una amazónica, y me emociono, y veo que veo más que cuando vine, y veo que al menos soy ya tuerto, pero que tengo que ver más, que aún no lo veo todo, o una buena parte, que aún miro a medias.

Lima, la ciudad de los reyes, qué poco original este Pizarro, supongo que por no ser menos que el Cusco, la ciudad imperial, pero como quedándose corto, qué cutre. Una noche más, y mañana otra, y luego me voy. Me vuelvo ya casi, en horas, a España, a Madrid, a Sigüenza, al otro lugar del universo. Qué se le va a hacer.

Islas Ballestas

La planeadora alcanza sus buenos nudos, nada que ver con los "peque-peque" de Puerto Maldonado, y el día está calmo. Sí, amigos, hoy, increíble, el Pacífico hace honor a su pacificidad y la leve ondulación de la superficie salada apenas traquetea nuestro avance. Durante el breve recorrido, quizá algo más de media hora en total, la costa desértica de la Península de Paracas va quedando a la izquierda, hasta que se pierde en la lejanía para quedar completamente rodeados de agua hasta todos los horizontes. Sólo un poco después se empieza a percibir la silueta de las islas entre la penumbra.

Las Islas Ballestas son un ramillete de peñascos de granito arrojados al océano. La desolación sería tan completa como en la costa, paraíso mineral de piedra y agua, si no fuera por el guano que cubre todas las superficies no verticales y que ya blanquea en la lejanía. Pero sobre todo, por las aves que lo producen.

No son muchas especies, tal vez cinco o seis sean las que más se ven, pero la abundancia es impresionante. Miles, cientos de miles de piqueros o alcatraces peruanos, (Sula variegata), el pájaro más abundante, salpican todas y cada una de las rocas, incluso los acantilados de bastante pendiente, mientras los cormoranes negros o guanays (Phalacrocorax bougainvillii) se amontonan ala con ala en las superfices más horizontales. El guano se recoge desde tiempos anteriores a los incas; éstos lo utilizaban, según han resultado algunos análisis, para fertilizar los andenes de cultivo del Valle Sagrado del Cusco, para lo cuál tenían que transportarlo desde la costa a través de su sofisticado sistema de caminos. Existen unos muretes de mampostería que circundan la parte alta de los acantilados para contener el guano, que se acumula durante cuatro o cinco años en gruesas capas antes de ser recogido. Otras aves comunes, aunque no llegan a formar masas tan notorias como las dos anteriores, son la bellísima gaviota inca o zarcillo (Larosterna inca), el impresionante pelícano peruano (Pelecanus thagus) y, por supuesto, el pequeño y simpático pingüino de Humboldt (Spheniscus humboldti). Todas ellas son endémicas de la corriente de Humboldt, pero la úntima además es especie rara, en peligro de extinción. Ha sido emocionante ver por primera vez un pingüino en libertad: se trata de aves exclusivas del hemisferio sur.

La razón de la gran abundancia de aves de esta región está en la gran productividad que genera la gran corriente de Humboldt, que, con sus aguas frías, luego densas, produce un fenómeno muy particular en el que el agua profunda del océano es empujada hacia arriba y hacia la costa (el "afloramiento" o "upwelling", que dirán los del norte), con lo que la superficie es constantemente fertilizada a partir de los minerales del fondo marino. Esto genera una tremenda explosión de plancton que a su vez es la base de todo el ecosistema marino, básicamente animal, que aquí se desarrolla.

Junto a las aves están las colonias de lobos marinos, con dos especies en las Ballestas. Son animales magníficos, de piel lustrosa, y es posible verlos en grupitos de ocho o diez por las peñas más bajas además de chapoteando alrededor de la barca, tanto en las islas como en el trayecto de ida; pero donde se pueden ver en un gran grupo de bastantes cientos es en la "playa de la maternidad", la única playa de las islas, formada por cascajo arrancado de los acantilados por la fuerza del mar y en donde en diciembre, en pleno verano austral, las hembras dan a luz a sus crías. El berrido o rugido de los leones marinos, no sé definirlo, a veces aparenta un balido de oveja incluso, se oye aquí y allá, siempre bajo el telón sonoro permanente de los piqueros, pero donde me ha impresionado ha sido en una pequeña cala en la que la barca nos ha metido hasta la entrada de unas cuevas, rozando el acantilado. Los leones parece que tienen preferencia por estas grandes oquedades, y allí he podido asistir a lo que en el instante he identificado sin duda como un "canto de sirenas" (qué casualidad que hoy hayas citado la misma idea en un comentario, amigo Javier). El momento ha sido mágico, hay que decir que el guía y el piloto son buenos profesionales, perfectos conocedores de su trabajo, el barco navega a golpecitos de motor en el itinerario que da vuelta a todas las islas, a bajas revoluciones cuando se prende la máquina para no perturbar a los animales, por simple inercia tras cada pequeño arranque, mientras el guía sólo habla lo imprescindible, un toque de información precisa aquí y otro allá, the big story in english y luego un breve resumen en castellano, of course, claro, mientras el mar todo lo arrulla, sonata de olas acariciada por los millones de siringes de millones de piqueros, de miles de cormoranes, mientras todos, los cerca de treinta pasajeros de la extraña nave, permanecemos extasiados, ensimismados, y del fondo de las grutas surge un silbido, un zumbido, notas arpegiadas combinadas en coro de ultratumba. El gruñido de los lobos de mar mezclado con el repicar de las olas en las cavidades produce un efecto hipnótico, mágico, magnífico, que empujaría a cualquiera al desembarco para averiguar la procedencia de tan inaudita melodía.

De hecho, hubiera dado algo por tener la oportunidad de pasear entre las colonias de aves, las cuales parecen completamente confiadas, igual que los leones marinos, al menos desde la barca; la barca se acerca a pocos metros de los acantilados y las aves y leones casi podrían tocarse. El espectáculo es magnífico no sólo por lo que se ve en tierra, sino también por los miles de aves pelágicas sobrevolándolo todo. Y, ya de vuelta, por las interminables formaciones de cormonares, hileras de aves negras de largo cuello, cientos o miles de ellas, patrullando el océano a menos de un metro de las olas con una precisión milimétrica. Donde aflora un cardumen de anchoveta o de cualquier otra especie adecuada, las aves se posan como si fueran patos en una laguna, formando grandes grupos, se sumerjen con facilidad tras curvar el cuello hacia abajo y levantar las patas por el lado opuesto del cuerpo, salen aquí y allá con el alimento en el pico. Esos grandes bancos de peces son la explicación de la riqueza faunística impresionante de estas islas y de esta costa. Una riqueza que antecede al hombre, que alimentó a la ancestral cultura Paracas, que facilitó el desarrollo de avanzadas técnicas de cultivo en los Andes de los Incas, y que hoy, más que nunca, necesita de la conciencia de todos nosotros, poderosa especie, para que nos transcienda como simples pasajeros temporales que somos de esta magnífica, tantas veces sorprendente, siempre frágil Nave Tierra.





05 septiembre, 2006

El océano más rico y el desierto más seco

Llego a Paracas antes de las once de la mañana y, apenas andados cien metros desde el paradero del autobús, Fredy me ofrece un tour por la Reserva por cincuenta soles. No tengo tiempo para andar averiguando mucho, vengo en visita rápida de un día, y le digo que sí. Estará conmigo hasta pasadas las cuatro de la tarde, tras dejarme en un hotel cómodo (es decir, barato) que él mismo me recomienda. Ya digo que no dispongo de mucho tiempo para pensar.

La Reserva Nacional de Paracas es un parque marítimo y terrestre de más de trescientas mil hectáreas. Dentro de sus límites se concentran los dos ecosistemas más dispares que uno puede imaginar: el desierto del sur de Perú, y concretamente éste de la zona de Ica, reputado como, quizá, el más seco del mundo, y las aguas traídas por al corriente fría de Humboldt, uno de los ecosistemas marinos más productivos y biológicamente diversos del planeta. El desierto de Paracas es una inmensa extensión de arena y roca de perfiles suaves, lomas y cerros que se pierden en la lejanía hasta más allá del horizonte. Es magnífico, como todos los desiertos que hasta ahora he tenido la fortuna de visitar. Pero lo que más llama la atención es la ausencia absoluta de vegetación, al menos en la franja de varios kilómetros de anchura más cercana a la costa; y cuando digo absoluta, lo digo en su sentido exacto y preciso: nunca vi una superficie de origen natural tan desprovista de plantas; teniendo en cuenta el colorido amarillento de la arena y el rojo de los fragmentos de roca que la salpican, casi pareciera que estuviera uno visitando el mismísimo Marte que hemos visto en las fotos de la Nasa en la tele; diría más, de todos los tipos de vegetación que he visto en el Perú, es éste el que coincide con más exactitud con lo que suelo explicar en clase de Geobotánica... (je, je, nada más fácil que describir la vegetación que no existe: ¡hasta podría enumerar todas, toditas, las especies!). Y qué decir de este mar más que no hay mar sino el océano ni océano sino el Pacífico. En serio: el espectáculo de playas infinitas enmarcadas por acantilados espectaculares de arenisca amarillenta, el gran Pacífico batiendo sus olas como siempre (insisto, quién le pondría ese nombre tan falso), todo presenciado por aves multitudinarias de variadísimas especies (nunca vi tantas aves marinas distintas juntas), picoteando entre los restos de algas arrojados por el oleaje, zambulléndose entre la espuma para salir con una anchoveta en el pico, sobrevolando a pocos metros por encima de tu cabeza, este conjunto armonioso de elementos, digo, es de una belleza sublime. Por si fuera poco, la sensación de paz es perfecta, paseando en solitario o con Fredy, con el susuro del oleaje batiente y el zumbido permanente del viento, sin más compañía que algunos pescadores, tal vez uno cada medio kilómetro en las playas en las que están presentes (que no son todas), lo cuáles usan un simple aparejo de sedal y anzuelo para capturar el lenguado en las playas ("revolcadores" me dice Fredy que se llaman a los que pescan con esa técnica). Es invierno y las playas son inmensas extensiones sin gente, pero en verano me dice mi acompañante que media Lima viene por acá, a bañarse, incluso a acampar en plena playa (¿no era esto una reserva natural?), y la sensación debe de ser bastante distinta. Me considero afortunado por tanto.

He visitado también el museo en el que se guardan algunos de los restos arqueológicos encontrados en la península de Paracas, en los yacimientos de Cerro Colorado y alrededores, así llamado por la pátina de las piedrecitas del desierto en esa zona concreta. Ya he tenido contacto con esta cultura extrañísima de Paracas en Lima y en otros museos arqueológicos, pero siempre impresionan sus momias, enterradas en posición fetal, sentadas, con las manos tapandose la cabeza y con una mueca que pareciera de terror si uno no racionalizara que la piel seca y pegada al hueso no puede dar lugar sino a un rictus tan poco amable. Los habitantes de esta cultura ligada a la pesca enterraban a sus muertos en cavernas excavadas en los cerros, arropados en fardos funerarios confeccionados con magníficos tejidos, entre los mejores de ese momento de la historia del ser humano (desde 500 años antes de nuestra era).

Comemos en Las Lagunillas, un asentamiento que no llega ni a población situado dentro de la reserva; se trata de una pequeña calita en la que se recogen los barcos de los pescadores. Sólo cuenta con ocho o diez edificios, de ellos tres o cuatro restaurantes. Naturalmente, se ofrece pescado, y os puedo asegurar que no he comido un ceviche de lenguado más rico ni un pescado más fresco en todo el Perú (y eso que el ceviche de trucha que comí en Huaraz estaba estupendo).

Paracas pueblo, llamémoslo así, es un asentamiento pequeño con varios muelles, aunque el mercado de pescado, aquí no usan la palabra "lonja", está en San Andrés, a medio camino en la carretera a Pisco (quizá mañana me acerque un rato por allá antes de volver a Lima). Paracas pueblo básicamente consiste en una docena de hoteles, uno de ellos de superlujo (el "Hotel Paracas"), más un pequeño paseo marítimo con restaurantes y poco más. Las chicas (mis amigas de Puerto Maldonado) me aconsejaron que me fuera a dormir Chaco, localidad cercana, pero la verdad es que me ha dado pereza. Ya digo que tengo poco tiempo para pensar.

Ha merecido la pena ver el mayor despliegue de ostentación urbanísica que hasta ahora he visto en Perú. Se trata de casitas (chalets) en primera linea de playa (y cuando digo en primera, quiero decir que si al Pacífico le da por crecer un metro, les inunda el jardín), supongo que de ricachones ciudadanos limeños o de otras capitales próximas, ahora mismo cerrados todos, aunque asombrosamente sin apariencia de demasiadas medidas de seguridad. Y es que en Paracas se respira un ambiente muy tranquilo y sosegado. Cuando me he dado por la tarde un paseazo por playas desiertas y un humedal cercano en absoluta soledad, esa sensación he tenido (también me ha dicho Fredy que esto es totalmente tranquilo, que es el adjetivo que acá se usa cuando se quiere decir que no hay problemas de seguridad ciudadana).

En fin, aquí estoy, anclado en la otra gran región natural de las tres del Perú: la costa. Me faltaba realmente ver la costa en estado silvestre, pero hoy me he dado una buena inmersión, en sentido figurado creo decir, y ha sido en el que está reputado como uno de los mejores lugares de la costa peruana. A decir verdad, se me siguen antojando un poco extraños estos cambios tan drásticos: en pocas horas he pasado del imperio de lo más abigarrado hasta el reino de la simpleza perfecta. En fin, así son las cosas en el Perú.

Por fin mañana, el colofón: Islas Ballestas. Habrá que ver sus famosas colonias de lobos marinos; hoy he visto sólo uno... y estaba muerto. Según Fredy son los efectos de la pesca con dinamita, país éste en el que hasta el lugar más perfecto tiene alguna mácula. De momento esta noche dormiré arrullado por el susurro interminable del gran océano: mi ventana da directamente a las olas y ya digo que por aquí el concepto de urbanismo en primera linea de playa se traduce de manera bastante literal.







04 septiembre, 2006

En Lima, en tránsito hacia Paracas

La guinda final será la Península de Paracas y las Islas Ballestas. Un santuario de fauna marina, colonias de aves y mamíferos, leones marinos y todo eso, en playas vírgenes con el grandioso Pacífico presidiéndolo todo. Mañana a las siete de la mañana parto a Pisco y Paracas, visitaré la reserva en el mismo día y para la mañana siguiente ya tengo contratado un bote para dar una vueltecita por las islas. Volveré a Lima (ya estoy acá hoy) por la tarde del miércoles, dejando un sólo día para preparar la vuelta, que será el viernes. Ya os contaré lo que me susurren los cormoranes...

Quince días en Puerto Maldonado

Sin darme cuenta, he pasado quince días, un tercio del viaje, anclado en Puerto Maldonado. Una ciudad destartalada y anodina ha acaparado mi atención como ningún otro lugar en el viaje. En realidad, yo sabía lo que iba a ocurrir ya que la llamada de la selva ya me había cautivado en regiones de selva de montaña, que es al fin y al cabo una selva menor (aunque bellísima) comparada con la gran selva baja amazónica. Pero lo que más me ha retenido allá, perdido en ese rincón remoto del universo, ya lo he dicho, es el tejido humano que sobrevive en esa urbe provinciana y sin encanto. Y sobre todo, tengo que decirlo, cuatro mujeres (más una).

De las cuatro, una de ellas es la dulzura y la amabilidad; otra es el carácter y el ingenio; otra es la naturalidad y la alegría; y la última, la cuarta querida amiga porteña, es el misterio y la profundidad. Tres limeñas y una cusqueña afincadas en Puerto Maldonado en busca de lo auténtico, a la caza de lo real. Son, por orden azaroso, que ellas se coloquen como crean en la lista, Zully, Rocío, Naty y Liz. Cada una distinta, opuestas si pudiesen concebirse cuatro opuestos, y el conjunto resulta ser la mejor de las armonías. Todas ellas simpáticas y cariñosas, tan acogedoras y amigables que uno no podrá pensar nunca más en Puerto Maldonado como en un lugar cualquiera del mundo, todas ellas sencillas y humildes pero ambiciosas en sus respectivos proyectos, todas ellas soñadoras, activas y capaces. Y sí, todas biólogas, qué cosas.

La quinta es Isabel, la cooperante española de Vallecas, que se fue a Londres a vivir porque quería aprender inglés para ver mundo y acabó en la selva latinoamericana porque ése debe de ser el mundo más interesante. Una mujer con experiencia vital (es mayor que yo al contrario que Z, R, N y L) y que, a pesar de los avatares de la vida, ha sabido conservar la suficiente cantidad de inocencia necesaria para liarse la manta a la cabeza y embarcarse en cualquier disparatado proyecto que envuelva una selva, un grupo humano, un ideal.

Ellas, todas ellas, hacen que desée volver a Puerto Maldonado tanto como me atrae la selva, tanto como me llama la atención una tarde de tormenta en las lastras de Guijosa, el sol posándose por detrás de los robles del cerro y el castillo ya en penumbra. Y sí, tengo que reconocerlo. Con dos de ellas, y digo bien dos, os juro que nunca me había pasado cosa igual, me habrían faltado diez minutos más en Puerto Maldonado para perder completamente la cabeza.

Me voy de Puerto con tristeza, una tristeza contenida, sin estridencias, casi dulce. Ya sabéis, algo se muere en el alma, y es que creo que allí dejo amigas de verdad, como no me ha pasado en todo el Perú a pesar de tanta gente como he conocido e incluso apreciado en este viaje. Tanto pueden dar de sí quince días, creedme, y supongo que las afinidades personales tienen mucho que ver.

Tenía que escribir esta entrada y es que de bien nacidos es ser agradecidos, como decimos por allá. Os doy las gracias, amigas mías, por tantas cosas, y especialmente por haberme tratado como si perteneciera a vuestra propia casa. Podéis estar seguras de que así me he sentido. No me cabe duda de que nos volveremos a ver muy pronto en algún lugar del universo. Ya lo veréis.

03 septiembre, 2006

Lianas de los dioses

Cuando todo está a punto de dar comienzo, la oscuridad es ya considerable y apenas es posible distinguir en la penumbra las caras de ocho hombres y una mujer. Cinco hombres son matsigenkas indígenas que han querido acoger hoy a otras cuatro personas ajenas a la comunidad. Al principio, tras una jornada en la selva de los matsigenkas, gente menuda y extremadamente acogedora, siempre sonriente, su extrema confianza con el extranjero, para ellos los animales, las plantas, los extranjeros y por supuesto ellos mismos somos seres separados y dignos de respeto por derecho propio, su candidez innata y maravillosa, les ocasionó más problemas que beneficios en el pasado, cuando los seringueiros brasileros, cuando los caucheros hispanos, también los mineros y madereros después, los esclavizaban para trabajar, pero hoy, tras una jornada de selva con ellos, todo el grupo se siente agradecido, todos, ellos también, parte de una misma humanidad, a pesar de que matsigenka significa precisamente eso mismo en su propia lengua, los hombres, los seres humanos, la humanidad, como ocurre con tantas otras lenguas de esta parte cautivadora del mundo. Uno lleva ya bastante tiempo llegando al convencimiento de que, aunque las diferencias culturales sean como un abismo, la humanidad única siempre subyace hasta conseguir unir los imposibles más aparentes, a menudo en la más sorprendente y magnífica de las alquimias.

Cuando todo va a empezar sólo los restos del crepúsculo se ven a través de una sola ventana de mosquitera abierta en un costado del recinto de tablas de selva y hojas secas de palma. Al principio, no existe nada que haga pensar en un estado de consciencia distinto al normal, al de este momento en el que escribo, al de cualquier instante del día cotidiano en cualquier vida anodina y en cualquier cultura domesticada por la Big-Mac y el mando a distancia. Al principio, ya digo, la sensación es perfectamente normal, pero con todo cada uno es consciente, incluso el más incrédulo, podría ser yo mismo, de que el grupo entero está a punto de entrar en uno de los momentos más fascinantes de todos los que, no me cabe duda, se pueden vivir en la Amazonía. Y el grupo lo sabe porque ya no hay vuelta atrás: lo sabe con la seguridad que da la visión entre penumbras de los vasos de cáscara de castaña ya vacíos.

Él lo preside todo. No daré nombres, es famoso localmente, y su fama es merecida. Merecida porque en su menudez, la propia de su raza, se esconden los secretos más ancestrales del gran bosque. Su mente es impenetrable, pero penetra la tuya hasta el fondo del alma. Sus dotes psicológicas están casi fuera de lo humano y su sabiduría es, no me cabe ninguna duda, mucho más grande que su fama. Él pertenece al gremio, podríamos llamarlo así, más misterioso y desconocido de la Amazonía. Él, con su apariencia insignificante de cuerpo fibroso castigado por los años, es chamán.

Sus hombres repiten la toma del brebaje amargo y acuoso. Varias veces. Él ha preparado distintos vasos de manera distinta, según sensibilidades, es decir, según la costumbre que tenga cada uno, la mitad menos uno de los asistentes sin experiencia. También ha tenido en cuenta las dolencias de alguno de los presentes: se trata de una sesión hecha con propósitos curativos. Al principio en la tarde, cuando se le sugirió que ofreciese una sesión, él se mostró reticente. El chamán suele ser celoso de sus secretos, y es justificable, siempre hay farmacéuticas ávidas de ellos y no siempre con el debido reconocimiento. Pero tras ofrecerle unas hojas de coca de manera cortés y él aceptar, varias veces, él las mezcla antes de chaccharlas con otra yerba que porta en una especie de bolsa colgada de la cintura, la conversación se relaja, y al final acepta. Uno de los guardasparques tiene una lesión en la rodilla y él va a intentar curarla.

Cuando todo comienza lo hace en un preciso instante. Todo está normal, todo bajo control, y de pronto, la mente y el cuerpo, sin diferencia posible entre ambas instancias, están cayendo en el más profundo de los abismos, sin nada en donde mirar, sin ningún punto de referencia, sin nada más que nada en cualquier derredor. Lo llaman "el mareo", pero porque hay que llamarlo de algún modo ya que no hay palabras para describir semejante experiencia. El pánico se apodera de la mente/cuerpo en un momento dado, pero tras ese instante inicial, el cántico metódico y machacón del chamán y sus hombres vuelve a inundarlo todo. El canto se inicia ya antes de beber, mientras los iniciados van dando instrucciones, suavemente, casi con cariño, a los no iniciados. Con sus pausas y sus turnos, la retahíla ancestral de significado que sólo ellos entienden proseguirá durante toda la sesión.

Cuando se recobra el control, se es consciente de que el tacto no se ha perturbado, el suelo se siente bajo los muslos cruzados y los dedos pueden percibir la granulosidad de la tierra de manera aproximadamamente normal. Además, es posible hablar con el chamán, entre el ronroneo de fondo él pregunta a cada uno por su nombre, él se preocupa de que cada uno se sienta bien. Aconseja que, si se ven serpientes, se tome otro camino. Tranquiliza con sus palabras medidas, expertas. Alienta a que se le pregunte a él o se le observe lo que se desée. Y es que es esa precisamente la potencia de este rito ancestral: abrir cauces de comunicación con otros humanos, vías de interconexión que resultan indescriptiblemente más profundas de lo que se puede llegar a soñar en estado normal.

Hay momentos en los que la mente es toda luces que brillan arremolinándose, carruseles de indefinibles colores que, lejos de intimidar, ya lograda la confianza con el trabajo de él, despiertan curiosidad y deseo de seguir adelante. Por momentos, las luces son fragmentos de hojas o trozos de periódicos en los que se ven a duras penas algunas letras. La sensación, pasado el mareo inicial, es de plena sensibilidad, de hipersensibilidad, como si todo el universo estuviera al alcance de la palma de la mano, como si un ente que emana de uno mismo se superpusiera al propio ser para aumentarlo, para expandirlo.

En un momento dado él empieza a preguntar por las enfermedades de cada uno. Las preguntas son directas, personales. Resulta imposible entender la conversación del chamán con los otros, pero el entedimiento es inconcebiblemente perfecto cuando uno mismo es el interlocutor. Pareciera que él se adelantara a tus propios pensamientos, tal es el poder de esa mente privilegiada haciendo el uso más experto de la más poderosa de las drogas divinas. Se diría que se trata de la comunicación más profunda que se puede conseguir entre dos seres humanos.

Si no se tiene ninguna dolencia, él insiste. Hay que buscar en el interior de cada alma, escudriñar cada rincón del corazón, y es el momento adecuado ya que se está en disposición de la más perfecta de las herramientas del espíritu. "Bueno, a veces cierto dolor en el bajo vientre", entre balbuceos que son la palabras de significado más preciso jamás pronunciadas. De pronto, al mirar hacia abajo, un brillo verdoso marca la zona declarada como dolorida. La fascinación es tan intensa que impide que la sorpresa se transforme en temor. Él manifiesta que eso no lo puede sanar en el momento, pero que lo hará con ayuda de su esposa, la verdadera experta en plantas curativas, cuando la sesión termine y cuando se disponga de lo necesario. Lo necesario será recolectado al día siguiente, un fragmento de liana, y, pelado con el machete para eliminar la corteza, convertido en un pedazo de madera blanca que pudiera tratarse por apariencia de cualquier madera del mundo. Hay que tomar sus raspaduras en cocimiento durante varios días.

Pero lo fascinante no es el remedio. Lo verdaderamente maravilloso, lo que escapa a toda explicación, es que el guardaparques que se sentaba al lado, el de la rodilla dolorida y que ya había recibido el calor de las manos del chamán, también vió en esa misma tarde de misterio un brillo verde en el bajo vientre de la persona que se sentaba a su lado. Eso confesó al día siguiente sin que mediara ninguna pista al respecto.

El estado especial de consciencia dura unos veinte minutos o no más de media hora. Parece ser que es posible obtener resultados más duraderos, incluso horas enteras, pero hace falta entrenamiento, no sólo físico, también espiritual. Pero hay una sensación que está siempre presidiendolo todo, y es probablemente una de las sensaciones más extrañas que puede experimentar un ser humano, incluso por encima de de la comunicación perfecta que se obtiene con el chamán. Se trata de la impresión persistente y tremenda de sentirse permanentemente observado. A veces se llegan incluso a visualizar ojos asomados a ventanitas alrededor de uno mismo. Es una observación que se siente completamente dentro del alma, en cada punto de ella y en su totalidad, como si alguien estuviera recorriendo todos tus rincones inconfesos y tu no pudieras hacer nada por evitarlo. Se trata de la sensación de desnudez más perfecta que se puede tener. Y sin embargo no es una sensación angustiante. No acobarda. No intimida. Es como si la observación de la propia desnudez resultara consentida, y aún relajase.

Al día siguiente, el chamán, en un nuevo paseo por la selva, será capaz de predecir el sobrevuelo de un águila harpía (el animal más esquivo de la selva) horas antes de que sobrevuele apoyándose en que uno de los asistentes a la sesión iniciática también la previsualizaría el día anterior; será capaz de predecir el nombre de personas no presentes y que él no conoce; será capaz de profundizar aún más en el alma de cada uno, ya sin ayuda de la droga, pero utilizando todo lo que pudo llegar a comprender, quizá como nadie había comprendido antes, de las almas de los presentes el día anterior. Y explicará que los ojos que miran desde ventanitas no son otros que los ojos de los hombres de la tribu, la mirada espiritual de los iniciados que están escudriñando con él el fondo de los corazones de los no iniciados, asistiendo en ello al chamán, que todo lo ve, que todo lo controla.

La ayahuasca es el brebaje sagrado de los pueblos amazónicos. En su preparación entran distintos componentes dependiendo de la cultura concreta, pero casi siempre se usan al menos dos lianas, una de ellas llamada precisamente ayahuasca ("liana divina" en quechua) que, curiosamente, no es la que porta el principio activo, sino que es necesaria por contener un inhibidor de cierta enzima, la cuál, de no ser anulada, impediría la absorción por vía digestiva. La fuente de la droga propiamente dicha varía, aunque es frecuente que se trate de lianas del género Psychotria, de buen nombre en latín. Y el principio químico subyacente, según pudo determinar en su día la ciencia occidental, recibe un nombre que no puede ser más descriptivo: la telapatina. A partir de aquí, el que quiera creer, que crea...

02 septiembre, 2006

El libro de la selva

La primera vez que la ves, el libro está cerrado a cal y canto. En mi caso, la primera vez fue en el Parque Nacional del Yunque, en Puerto Rico, allá en la década de los ochenta. En el Institute of Tropical Forestry, sí, Puerto Rico a veces parece una colonia norteamericana, pero no se lo digáis nunca a un portorriqueño, yo estaba integrado en un proyecto de investigación sobre la regeneración del bosque húmedo tropical tras el paso de un huracán. Pasé muchas horas en ese bosque, en un ambiente casi imposible de caminar, entre árboles gigantescos caídos por el viento, barro rojo y fuertes pendientes. Observar la vegetación de las altas copas caída al suelo es un privilegio, y allá aprendí bastante sobre flora tropical, con buenas horas de biblioteca y herbario en el Institute, también hay que decirlo. Pero caminar por la selva intacta seguía siendo intentar penetrar en el más críptico de los volúmenes iniciáticos.

Esa sensación se multiplica por cien en la selva baja amazónica. Uno aprende el nombre de un árbol, quizá también algún dato sobre el uso de su fruto, o de su madera, o de su utilidad como medicina, y necesita caminar cientos, quizá miles de metros para volver a ver un ejemplar de la misma especie. Cada página que pasas del libro es completamente nueva, inédita, nunca leída, y el libro de la selva pareciera que es un libro sin final, que tiende al infinito.

La mejor manera, casi la única manera de empezar a leer ese inmenso volumen de la vida es ser guiado por alguien que ya ha invertido una parte de su existencia en descifrar pacientemente algunas de sus páginas. Y ese, sin duda, es Chris.

Ya os he hablado de él. Biólogo inglés de tez clara, aquí todos los claros de piel somos gringos (en Perú se usa la palabra de forma indistinta y consciente para europeos y norteamericanos, y, aparentemente, no suele tener sentido peyorativo), afincado acá creo recordar que desde hace once años, ha pasado todo ese tiempo trabajando con los "lodges" selváticos, o con los servicios forestales, o haciendo sus propios estudios, incluso buscando financiación para que gente de acá inicie sus tesis doctorales (caso de Nati, por ejemplo). Es un tipo que se cracteriza por mojarse hasta las orejas si hace falta, lo que le vale el aprecio de todos. Todo un personaje, en definitiva.

Con Chris aprendí a interpretar los orificios regulares que se ven en los entrenudos de la paca, que es el bambú trepador, y que son originados al ser la planta joven y tierna por el órgano ovipositor de las hembras de ciertos grillos; cuando la paca crece (hasta el grosor de un antebrazo) y se vuelve leñosa, los orificios se agrandan, y es en ese momento en el que las hormigas y otros organismos comienzan a utilizar los tallos huecos del bambú para establecer sus colonias, generándose todo un ecosistema en miniatura que sería imposible si no fuera por la labor anónima e inconsciente de un grillo. Así es la selva, donde cada oportunidad fortuita fruto del azar de la evolución se transforma en un nido, en una colonia, en un ecosistema completo. También aprendí sobre los ácaros de las heliconias, que viven en sus flores y viajan de una a otra gracias a un transporte "colectivo" muy especial: el pico de los colibríes. El colibrí pica la flor de la heliconia sólo por uno o dos segundos, y en ese brevísimo intervalo decenas de ácaros suben "al carro" hasta ocultarse en sus fosas nasales, mientras otro grupo, que viene del "paradero" de otra flor, baja a su vez. Hay que imaginarse el pico del colibrí como una pista de lanzamiento y aterrizaje por la que contínuamente corren miriadas de minúsculos ácaros; así en cada flor, así en cada punto rojo que destaca enmedio del bosque interminable gris y verde. Aprendí también que el comején (la termita) fabrica sus túneles con sus propios excrementos; que el currinchi (hormigas Ata) no elige cualquier tipo de hoja para su cultivo de hongos, de los que se alimentan, sino sólo las más apropiadas por su composición ("son los primeros agricultores de la Amazonía"); que las hormigas legionarias a menudo campan por el suelo y las ramas de la selva haciendo sus fechorías; que la chicharra machaco tiene más de 10 cm y una probóscide que asusta, motivo por el que mucha gente cree que es muy venenosa. También aprendí que la pona (Iriartea) no sólo es la palmera que más se ve, es que es el árbol más frecuente de la cuenca amazónica; el nombre de los árboles con espinas en su base que sirven para impedir que trepen algunos animales; la historia natural del renaco, o matapalo, o ficus estrangulador, que crece sobre otros árboles utilizándolos como apoyo hasta que los envuelve completamente con su propia madera, ahogándolos y ocupando su lugar; la fascinante coincidencia evolutiva entre tantos árboles emergentes, los gigantes de la selva, sean de la familia botánica que sean, todos ellos portadores de aletas o raíces tabulares en su base que hacen de soporte, como las aletas de un cohete espacial posado en pie. Chris, en compañía de la gente magnífica de Baltimore, conocedores de la selva como nadie porque es su medio, identificaron también las huellas del tigre y del tigrillo en aquél atardecer en la playa, y con él he aprendido a ver a los guacamayos en las copas de la espesura, a oír a los monos coto (Callicebus) en la lejanía, a reconocer en la semioscuridad a un tucán en vuelo, a interpretar el significado biológico de los aullidos del mono aullador (Allouata).

Con quien está apasiondo con la selva, con un auténtico exégeta del libro, la lectura se hace mucho más fácil, más fluída, casi natural. Pero aún así, a mí se me antoja que toda una vida es insuficiente para llegar a rozar, no digamos a comprender, siquiera el prólogo de tan impresionante volumen.

Hectáreas esfumadas

Eran 300 Ha de selva pura, con montones de árboles de castaña presta para ser recogida, con su quebrada (arroyo) de agua cristalina ("se ve el fondo", cosa que no ocurre habitualmente por acá debido a la turbidez natural procedente de la descomposición continua de la horajasca en los suelos de selva), a 60 km por carretera más 20 por camino, en situación inmejorable, hacia la frontera con Brasil. Ayer por la tarde, tras varios días intentando contactar con los dueños (aquí las cosas van despacio), nos dieron la noticia. Y nos dió una pena terrible a todos porque ya teníamos la leche vendida antes de llenar el cántaro. Como suele y debe ocurrir en estos casos, por supuestísimo.

El caso es que hace veinte días, sólo veinte días, el predio fue vendido, todavía no tienen siquiera arreglados los papeles. Una ONG se hizo con ello, una de las 120 ONG que operan en Puerto Maldonado, aún no sabemos cuál. Al menos nos reconforta la posibilidad de que la zona será conservada en el futuro, que era uno de nuestros objetivos.

Tenemos más ofertas. Una finca también de selva y casi del mismo tamaño que tiene lago y todo, a siete kilómetros de Puerto Maldonado (es demasiado cerca y en dirección a Cusco, lo que más sufrirá con la transoceánica). También hay otras, como una de 30 Ha y otra de 15 aguas abajo del Madre de Dios. En realidad a nada que se rasque, es fácil encontrar aquí algo. Bueno, es fácil si cuentas con gente del lugar acostumbrada a tratar con temas de terrenos. En fin, que seguimos en la idea, pero ya con más calma. Objetivo: establecer una base de proyectos en la selva. El primero: un centro educativo para gente que quiera hacer su tesis doctoral o realizar cualquier investigación en plena selva. Se trata de una demanda muy fuerte por acá, no en vano la selva atrae a extranjeros de toda calaña (como se puede observar), pero se trataría de apoyar también (quizá sobre todo) a estudiantes del país. Ya digo, es la primera idea. Pero se trata de tener un buen terreno que permita un uso múltiple. Incluso ceder espacio a otras iniciativas, en un plan de cooperación que permita el uso del terreno por parte gente local o de extranjeros "con buen rollito", jeje. El proyecto lo vamos definiendo poco a poco. Yo me voy el lunes ya para Lima (voy a intentar ver la Península de Paracas y las Islas Ballestas, santuario de fauna marina, como unas pequeñas galápagos), pero quedo en contacto con esta gente magnífica con la que he tenido la grandísima fortuna de dar. Y al fin y al cabo, América tampoco está tan lejos, qué demoños...

01 septiembre, 2006

Lo que no he contado

Es en Puerto Maldonado donde más tiempo he permanecido en este viaje. Y lo que cuento en el blog es sólo una parte de la realidad cotidiana, más larga que unos simples apuntes. No he contado, por ejemplo, el sabor de una pizza, en mi primera noche en Puerto, mientras me llegaba la rara consciencia de que esa masa inventada en Italia acababa de ser tostada con madera de la selva amazónica. No he contando de un botellón tropical en la plaza de armas de la ciudad, con odontólogos gaditanos con muchas ganas de juerga y los petas a flor de piel, a duras penas contenidos por el amigo Marco (peruano), por Alberto y por mí mismo; la policía a menos de trescientos metros, en su camioneta, sin quitarnos ojo (acá el uso de cualquier tipo de droga supone cárcel, para el que la usa y para los que le acompañan.) No he contado nada de Nadir, italiano y vividor que llegó hace décadas a Puerto al aroma de la fiebre del oro ("se gana más dinero del que tú puedas llegar a tener", me dice mientras le invito a otra cerveza; él a veces no lleva encima mucho más que un chavo); Nadir dice que el futuro del mundo está acá, que el "tercer mundo" será pronto el primero y viceversa, como ocurre en la alegoría de "La Fundación" de Isaac Asimov. No he contado de una cena en el mejor restaurante de la ciudad (La Vaka Loka) con la mejor compañía posible. Ni de un ceviche en "El Tigre" (un tigre es el jugo que deja el pescado una vez macerado; se sirve en vaso de chupito), de nuevo bien acompañado, esta ciudad es rica en compañía sincera. Ni de Eduardo, peruano casado con una austriaca, que tras varios vinos y bastante conversación, me ofrece su casa en Lima y, acto seguido, su casa en Austria... por si en algún momento cayera por allá. Ni de una noche de baile que se continúa con Nino Bravo en un karaoke mientras media barra nos invitamos a "chelas" unos a otros. Ni he contado nada sobre los "Gustitos del cura", la mejor heladería del mundo, helados caseros de fruta tropical, lúcuma, castaña, maracuyá, mango, absolutamente irresistibles; "gustitos" es el centro de reunión social más importante dentro del "tejido invisible" del que hablaba hace unos días; el otro centro de reunión es el "Tsaica", subtitulado "espacio cultural", y que es un bareto con tanto encanto como el "Km. 0" del Cusco. No he contado sobre cómo mil duros (sí, mil duros) pueden suponer la diferencia entre la vida y la muerte de un ser querido, y de cómo me estremecí la primera vez que me abrazó mi amigo Marco llamándome "bróder" con toda su alma. No he contado de un atardecer en un palmeral con cientos de guacamayos aterrizando para comer el fruto jugoso de la palmera del aguaje, mientras los niños, felices, se bañan en las aguas del pantanal, sin importarse nada unos a otros, aves y niños, como si todos fueran parte de una misma realidad. Ni de uno, dos, tres baños en el río, en humanidad distendida, mientras el gracioso de turno comienza a hablar de la raya, de la anguila (eléctrica), de la boa, del caimán (las pirañas son un mito). No he contado de un hombre cubierto de harapos y enloquecido por la miseria que recoge la carne putrefacta de una vaca muerta, el olor se percibía a ditancia, para alimentarse de ella allí mismo. Ni tampoco de una comida, arrullado por la conversación amena e inteligente de una mujer de tez limeña, en un restaurante brasilero en el que lo que comes se pesa, el plato una vez lleno, da igual que sea carne, papa, yuca o guarnición, y se cobra según lo que pese. Ni de los anticuhos y la papa asada de la Tía Veneno, la vendedora ambulante que hace comida chatarra (comida basura, acá hay pocos MacDonalds...) en la esquina que queda a mitad de camino entre la casa de las chicas y mi hotel. Ni tampoco os he hablado, en fin, de una tormenta tropical que no llega a caer en plena noche y en pleno campo. Ni de un día de frío en el reino del calor. Ni de una partida de solitario compartida delante de una computadora portátil. A menudo nos ocurre, vanidad derrumbada de ser humano, que lo más simple es lo más significativo.