Sin darme cuenta, he pasado quince días, un tercio del viaje, anclado en Puerto Maldonado. Una ciudad destartalada y anodina ha acaparado mi atención como ningún otro lugar en el viaje. En realidad, yo sabía lo que iba a ocurrir ya que la llamada de la selva ya me había cautivado en regiones de selva de montaña, que es al fin y al cabo una selva menor (aunque bellísima) comparada con la gran selva baja amazónica. Pero lo que más me ha retenido allá, perdido en ese rincón remoto del universo, ya lo he dicho, es el tejido humano que sobrevive en esa urbe provinciana y sin encanto. Y sobre todo, tengo que decirlo, cuatro mujeres (más una).
De las cuatro, una de ellas es la dulzura y la amabilidad; otra es el carácter y el ingenio; otra es la naturalidad y la alegría; y la última, la cuarta querida amiga porteña, es el misterio y la profundidad. Tres limeñas y una cusqueña afincadas en Puerto Maldonado en busca de lo auténtico, a la caza de lo real. Son, por orden azaroso, que ellas se coloquen como crean en la lista, Zully, Rocío, Naty y Liz. Cada una distinta, opuestas si pudiesen concebirse cuatro opuestos, y el conjunto resulta ser la mejor de las armonías. Todas ellas simpáticas y cariñosas, tan acogedoras y amigables que uno no podrá pensar nunca más en Puerto Maldonado como en un lugar cualquiera del mundo, todas ellas sencillas y humildes pero ambiciosas en sus respectivos proyectos, todas ellas soñadoras, activas y capaces. Y sí, todas biólogas, qué cosas.
La quinta es Isabel, la cooperante española de Vallecas, que se fue a Londres a vivir porque quería aprender inglés para ver mundo y acabó en la selva latinoamericana porque ése debe de ser el mundo más interesante. Una mujer con experiencia vital (es mayor que yo al contrario que Z, R, N y L) y que, a pesar de los avatares de la vida, ha sabido conservar la suficiente cantidad de inocencia necesaria para liarse la manta a la cabeza y embarcarse en cualquier disparatado proyecto que envuelva una selva, un grupo humano, un ideal.
Ellas, todas ellas, hacen que desée volver a Puerto Maldonado tanto como me atrae la selva, tanto como me llama la atención una tarde de tormenta en las lastras de Guijosa, el sol posándose por detrás de los robles del cerro y el castillo ya en penumbra. Y sí, tengo que reconocerlo. Con dos de ellas, y digo bien dos, os juro que nunca me había pasado cosa igual, me habrían faltado diez minutos más en Puerto Maldonado para perder completamente la cabeza.
Me voy de Puerto con tristeza, una tristeza contenida, sin estridencias, casi dulce. Ya sabéis, algo se muere en el alma, y es que creo que allí dejo amigas de verdad, como no me ha pasado en todo el Perú a pesar de tanta gente como he conocido e incluso apreciado en este viaje. Tanto pueden dar de sí quince días, creedme, y supongo que las afinidades personales tienen mucho que ver.
Tenía que escribir esta entrada y es que de bien nacidos es ser agradecidos, como decimos por allá. Os doy las gracias, amigas mías, por tantas cosas, y especialmente por haberme tratado como si perteneciera a vuestra propia casa. Podéis estar seguras de que así me he sentido. No me cabe duda de que nos volveremos a ver muy pronto en algún lugar del universo. Ya lo veréis.
04 septiembre, 2006
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2 comentarios:
Ay, ay ay Julio, es lo malo y lo bueno del viajero.Que contradicción, ¿verdad? Conoces gente estupenda de la que te tienes que despedir en un corto espacio de tiempo.
El encanto del viaje también es ese, salvo que acabes echando raices.
Cuídate .
Sí, Nacho, pero ya digo que se trata de una tristeza contenida, como si uno se fuera satisfecho de lo vivido y de momento se conformase con ello. En fin, además bueno es que uno tenga excusas para volver (y no me caben ya en la mochila, amigo mío).
Yymy: ya vuelvo, tranqui, aunque reconozco que ahora mismo, estoy solitrón hoy en Paracas, es la primera vez que noto que realmente no me quiero ir de acá. Probablemente sea el "sindrome postvacacional" que me decía hace unos días Beatriz. En fin, "pa casa" voy, qué remedio...
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