27 julio, 2006

Autosuficiencia

Al subir con Andrés a la quebrada Ucla, atravesamos varios pueblitos, todo casas de adobe y campesinos, mujeres con los atavíos tradicionales andinos, ovejas, cerdos y campos de cultivo. Andrés, de edad indetermininada, pero alrededor de los veinte, vive en unas casas cercanas al pueblo de Shilla, el cuál atravesamos. Trabaja de taxista o de campesino por temporadas y no tiene ningún interés en irse a vivir Lima. Su español es rudimentario y su lengua materna es el quechua. En un recodo del camino, me pide permiso para que suban dos señoras con todo su atavío, y naturalmente suben. Entre ellas hablan quechua. Quechua en estado puro a 400 km de Lima y a menos de 20 del centro turístico más importante de los Andes peruanos después de Machu Pichu (Huaraz). Alucino.

Tomo nota y apunto para la bajada. Objetivo: terminar la jornada en el piso altitudinal agrícola, atravesando los pueblitos antes de tomar el microbús. Y dicho y hecho.

Largo rato de polvo tras salir de las fronteras del parque empiezan a aparecer cultivos, primero algunos abandonados, allá por los 3500 m, pero enseguida, a eso de los 3400, activos. Y gente en ellos trabajando. Un cereal que parece trigo, pero con cañas de cerca del metro de longitud. Al principio lo tomo por centeno por su estatura, pero enseguida lo descarto y más adelante lo confirmo como trigo al ver centeno de verdad ¡aún más alto! El cereal está en sazón, con un bonito color dorado casi rojizo. Es estación seca aquí, y el campo en las vertientes áridas de los Andes es amarillo, como el verano castellano. Veo cultivos de papas con flores moradas, especies o variedades distintas de las nuestras sin duda. Cultivos de maíz en mezcla con habas, recién plantados. Una señora me indica que lo que recoge es avena, y yo, saturado de exotismo, que se me ocurre preguntar por una planta que de sobra conozco. Veo campesinos solazándose en un claro ya cosechado del cereal. El saludo es, en cada cruce, en cada vistazo, buenas tardes, pero me pongo algo nervioso cuando me contestan "buenas tardes, señor". Sé que es trato normal de extranjería, pero no puedo evitar sentirme incómodo ya que lo asocio inconscientemente a un exceso de deferencia que me repele. Veo cañas ya cosechadas, y sospecho que son de quinua, uno de los granos autóctonos de los Andes. Hay regadíos, las papas, el maíz, berzas y hortalizas. Los nevados son generosos y destilan su líquido tesoro vertiente abajo. El agua, glaciar fundido, discurre por múltiples acequias y corretea por cada rincón. Veo burros; cerdos muy negros, pequeños; un tipo de gallina con penacho de plumas en la cabeza y "polainas" desflecadas; perros;... Las casas, de adobe crudo, tejado de entramado simple de madera y teja árabe que parece rústica. La teja la trajimos los españoles; los incas techaban todo, hasta los templos, con paja. Apenas hay uralitas y veo muy pocos más elementos de manufactura industrial. Veo hornos en cúpula de puro barro. Los escasos vallados son de piedra, redonda de glaciar. Estoy en pleno centro de la agricultura de subsistencia. Habría que remontarse a los años cuarenta en España, por lo menos, para ver algo así. La gente se ve laboriosa, amable, educada, y parece alegre y feliz.

El paisaje se compone de eucaliptos introducidos que, curiosamente, no desentonan entre las huertas con sus siluetas elevadas; todas las laderas en la lejanía son cuadrados de cereal. Preside todo la impresionante mole blanca del macizo del Huascarán, con los glaciares asomándose al valle. Enfrente, la Cordillera Negra, que no tiene nieve por ser algo más baja que la Cordillera Blanca y porque ésta bloquea la llegada de los húmedos vientos atlánticos hacia occidente. Las laderas de la Cordillera Negra están cultivadas en secano hasta altitudes increíbles.

El entorno de Shilla está a unos 3300 m. Dudo en ese punto sobre el camino a seguir, y ya que el microbús ha de estar al llegar temo por perderlo. Entro a preguntar. Me confunden con italiano (¡qué alegría, no soy guiri por una vez!), y me preguntan que si conozco al párroco del pueblo, don nosequé; naturalmente digo que no. Es curioso, esto ya me ha pasado en otro sitio, todavía no sé darle significado. Mi interlocutor corrige mi dicción. 'Shilla', que se dice algo así como 'chsillsha'. No consigo pillarlo bien porque mi quechua es todavía rudimentario (pequeña vacilada), y pasamos a otra cosa. Me acogen. Me tratan con confianza. Es todo bastante distinto a la capital. Me siento como en casa.

Pasan unos minutos, que para mi son tan valiosos como el oro, y el traqueteo del microbús se oye a lo lejos. A mi indicación para. Subo. No hay asiento, y quedo de pie mirando a todas las caras cobrizas y curtidas que me miran desde sus asientos. Sentimientos contradictorios me invaden, y me siento el ser más extrañamente en su casa que existe. Mientras bajamos, la mitad del camino de pie, me miro en los ojos de azabache de las criaturas. No puedo creer la hermosura de los ojos de estos niños; nunca vi cosa tan negra y tan brillante. Ellos me miran con curiosidad, y se divierten. Yo sonrío con ellos. Al final, al sentarme, un bebé que asoma del brazo del asiento de delante queda clavado en mis ojos, y yo le sostengo la mirada largo rato mientras le entretengo, intentando escudriñar cada destello, cada pliegue de su párpado rasgado, cada rincón de su óvalo de almendra. Dicen los asiáticos que los ojos europeos son de pez, y que el ojo mongoloide es el canon de perfección. Empiezo a darles la razón. La gente va en silencio, cansados del viaje largo en tiempo y baches, aunque relativamente corto en recorrido. Yo también: han sido por mi parte, aun cuesta abajo, más de veinte kilómetros de caminata. Llegamos a Huaraz ya bien entrada la noche.

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