26 julio, 2006

Mi primera noche con una peruana

El autobús que lleva a Huaraz es infernal. Al principio, todo iba bien. Reservé un asiento en cabecera viendo que estaban los cuatro (dos de cada fila) libres. Y al montar en la estación de autobuses, veo que sólo se llena la mitad, con lo que me quedo sólo con dos asientos. Cuando ya me estoy frotando las manos, descubro mi error. Antes de salir del área metropolitana de Lima ya hemos hecho cuatro o cinco paradas para recoger gente. Y seguimos parando en otras localidades hasta que, naturalmente, todo el autobús se llena.

Sin embargo no todo son desventajas. En la estación de autobuses habían montado peruanos con apariencia de clase media, además de cuatro o cinco extranjeros, contándome a mí mismo. Pero en las demás paradas, empieza a subir gente de toda condición. Y enseguida aparecen las mamasitas.

Por acá, a las señoras de cierta edad se les trata así, de "mamasita", como apelativo entre cariñoso y de respeto. Yo lo sabía "de los libros", pero al subir esas señoras al autobús, el encargado se dirige a ellas en ese término. Inmediatamente, me quedo prendado de ellas. Todas llevan su fardo, su mercadería no más unas, otra un niño, a la espalda, envuelto en un gran pañuelo. Después he visto en Huaraz (léase "Huarás") que la mercancía también se puede llevar en el pañuelo a la espalda.

Son señoras orondas, mucho más voluminosas que la tipología que he acostumbrado a ver en la capital. De rasgos indianos increíbles y, a mi parecer, tremendamente atractivos, considerando su edad. Con su sombrero encopetado típico peruano, de hojas de palma. Con su falda ancha, acorde a sus anchas caderas, y su indumentaria, de colores vivos, en varias capas. Gente del campo, con ropa humilde y aroma sencillo. Las dos primeras que suben al autobús, y que atrapan mi atención como un imán (no he visto nada parecido en Lima), vienen hablando en una lengua ininteligible que, razonablemente, sólo puede ser quechua. Con lo cuál, mi éxtasis llega ya al techo.

Las dos primeras mamasitas se sientan en los asientos libres a mi lado. Acomodan sus bultos, resultando un conjunto compacto de dos cuerpos y dos grandes paquetes sin que quepa un alfiler en el espacio de los dos asientos. La gente se va sentando por la parte de atrás. El autobús se va llenando. Yo estoy pensando que, si se ha de sentar alguien al lado, que sea una mamasita. Una de ellas duda, se adelanta, vuele atrás. Al final, ve que no le queda más remedio. Se sienta a mi lado. La acojo con una sonrisa. El autobús entero está dormitando, debe de ser la una de la mañana ya. Ella acomoda el respaldo, se empaqueta, maniobra que consiste en envolverse las piernas con una de las mantas o pañuelos que componen su vestimenta, se termina de abrigar y apoya su cabeza, cerrando los ojos. Yo empiezo a sentir, de repente, que me sobran las piernas. Hasta ese momento, podía cruzarlas a la izquierda. Ahora no. El asiento está diseñando con conciencia de tortura, de manera que no está lo suficientemente lejos de la pared de metal y vidrio que me separa de los conductores como para estirar las piernas, ni lo suficientemente cerca como para apoyar las rodillas y sujetar las piernas. Lo intento todo. Repanchingarme hasta el dolor de lumbares para subir las rodillas al cristal. Apoyar los pies en la pared de delante. Nada. Las piernas acaba por quedar colgando, hacia los lados. Es horrible. Si tuviera una sierra me las cort... o... si tuviera una manta, ¡me las envolvía! Me quito el forro. Me envuelvo las piernas con él. Efectivamente, ¡funciona! Pero estamos subiendo a los Andes, chaval. Y no contabas con tener que sujetarte las piernas. ¡Hace un frío del carajo! Me arrebujo, y aguanto. El autobús se detiene un par de veces desde la última parada para recoger gente. En una de las detencines "higiénicas", no aguanto más y bajo a estirar las piernas. Todos meamos en amor y compañía. Mientras meo, la colilla encogida por el relente andino, logro identificar de refilón las matas de ichu (Stipa ichu), la comida de las llamas. Me guardo la cosa. Las señoras mean agachándose simplemente, cubiertas por los faldones. Me pregunto ¿llevarán bragas? Subimos todos. Llegamos a Huaraz a las seis de la mañana. Al final, las piernas ya no son mías. Ni la columna, ni el cuello, ni los riñones, ni... Nueve horas de viaje. Y ya puedo decir que he pasado mi primera noche con una peruana. Ella incluso puede decir que ha dormido con un español. Por que lo que es el que suscribe, no he pegado ni ojo...

2 comentarios:

nacho dijo...

Ja , Ja, Ja, genial Julio.
Esto tuyo por la gerontofilia ¿viene de lejos?
Sigue contando, aunque me imagino que irá siendo cada vez más difícil.
Un saludo y ciomo siempre, cuídate chaval.

Julio dijo...

Pues si te cuento lo que me ha pasado hoy con otra señora... La he dejado prendadita. Parece que le ha entusiasmado el color de mis ojos, no te digo más...