31 agosto, 2006

Cambiar el mundo

Dedican sus vidas a los demás. No hablo de los que vienen desde España a un proyecto de voluntariado por quince días o un mes, como quien viene de vacaciones, y aún exigiendo que no son atendidos como es debido, tal vez porque el niñato de turno no tiene agua potable en el preciso instante en el que él ordena. No. Hablo de quienes están al pie del cañón de verdad. Aquí, pisando el terreno. Día tras día y mes tras mes. He conocido a varios, de todas las edades, hombres y mujeres que se entregan en pos de un ideal.

Liz, Zully, Naty y Rocío trabajan o colaboran en el proyecto de Baltimore. Se trata de ofrecer una alternativa a estas gentes que les permita salir de la economía de subsistencia y de los niveles sociales por debajo del mínimo en que se hallan. Rocío, la coordinadora, me dice que llega a soñar por las noches con Baltimore. Y es que se ve que es su vida y su alma.

La pequeña organización que subvenciona el proyecto intenta desarrollar un turismo alternativo al de los albergues amazónicos de lujo, a 120, 160, 200 dólares la noche, que se estilan por acá. Ellas llevan a cabo un proyecto de implantación de turismo que llaman vivencial. Rocío, que es zoóloga especializada en caimanes, me cuenta que trabajó algún tiempo para los "lodges" de lujo, como bióloga colaboradora. Su labor consistía, entre otros, en determinar los horarios y aún los puntos concretos de la selva y el río en los que la fauna era visible para asegurar el éxito en el avistamiento cuando se lleva a pasear a grupos de turistas. Me cuenta que se llega a un manejo tan preciso de la realidad, con instalación de comederos, trampas de huellas para monitorizar itinerarios, plantación de especies que atraen a los colibríes, etc, que nada queda al azar, que la selva entera llega a ser completamente predecible. Quizá un trabajo así, ser biólogo residente en el "Explorer's Inn" por ejemplo, sea el sueño de cualquier biólogo. Aunque yo creo que no.

El turismo que pretenden desarrollar en su proyecto de Baltimore es distinto. Lo que ellas llaman turismo vivencial es equivalente al sentido original de nuestro turismo rural ibérico, cuando se pretendía que cada campesino complementase sus ingresos acogiendo a viajeros que quisieran ver cómo se vive en el campo de verdad. Acá se trataría de mostrar al turista esas mismas viviencias, además de hacer de anfitrión en el recorrido por la selva o en la vista a colpas de guacamayos o del río. La labor es difícil y los retos enormes. En primer lugar, hay que concienciar a los beneficiarios del proyecto de que preparen sus viviendas e instalaciones para acoger turistas con las mínimas garantías. Eso incluye desde la simple instalación de un baño y un servicio, inexistentes en la mayoría de los casos (el aseo en Baltimore se realiza directamente en el río, y creedme que es una experiencia inolvidable), hasta mejorar las condiciones de higiene en las comidas, la simple comodidad para dormir, etc. Y en segundo lugar, entre otras cosas, hay que entrenar a los futuros anfitriones para poder recibir y guiar a los visitantes, lo cuál implica partir a veces de niveles educativos bastante bajos, hasta entrenar en el guiado en la selva. En este sentido, ellos los saben todo, pero hay que hacer traducible lo que saben para que el turista lo pueda entender, además de hacer ver al poblador local qué tipo de preguntas se puede hacer un turista típico para disponer de antemano de la respuesta adecuada. Todo el programa se ejecuta a base de cursos y talleres en los que los habitantes se van soltando. Yo he podido asistir en Baltimore a una de esas sesiones de dos días, y os puedo asegurar que la experiencia es inolvidable. No sólo la respuesta increíble de estas gentes agradecidas, también los lazos que se forman, la camaradería. En uno de los talleres, cada uno de los de fuera (de fuera de Baltimore) nos hicimos con un grupo de gente de allá para desarrollar en equipo una actividad de interés para los futuros visitantes. Se trataba de presentar al resto el resultado del trabajo de cada grupo. A mi grupo nos tocó tratar el tema de las costumbres locales. Y se nos ocurrió representar cómo sería una noche alrededor de la hoguera contando historias acumuladas en el acervo popular. Ellos las llaman "cuentos místicos". Allá nos habló el señor Jaime de los ruidos que se oyen a veces en el fondo del río, tal vez la boa (la anaconda) o las anguilas eléctricas, de árboles que se caen en la selva en noches serenas, de pisadas que se oyen en el bosque en la oscuridad, del chullachaqui y su habilidad para hacer que la gente se pierda. Y el señor José, que nos habló de mil y una historias ocurridas en el río, del bujeo (delfín de agua dulce) cuando se encarama en las frágiles embarcaciones, de historias de mineros que ponen los pelos de punta, de barcos que naufragan en plena noche al atravesar un rápido, del otorongo o tigre (el jaguar) y sus peligros. O don Julio, que nos relata esa tarde que tuvo que atravesar la selva con dos turistas alemanes, hasta que les atrapó la noche a tres horas de la carretera, el turista agotado y enfermo, y de cómo tuvo que cargar con los bultos de él y descalzarse para poder seguir al tacto la trocha porque no tenían linternas y la noche era bien cerrada. Pasar la noche en la selva porque uno se ha perdido (Zully me contó anoche una experiencia así) ha de ser tremendo; yo he entrado en el bosque anochecido unos centenares de metros, en soledad, en Baltimore, y os puedo asegurar que la sensación de no saber lo que hay un metro más allá, a los lados de la trocha, es bastante acongojante.

Con don Julio, en un paseo hasta su casa desde la porción central de Baltimore (500 m), tenemos que sortear un nido de avispas que ha caído pegado a una rama en el centro de la trocha. El lugar de ubicación de su casa es lo más parecido al paraíso terrenal que puedo imaginar, aunque él está viviendo por ahora en Puerto Maldonado y la casa está necesitada de reparación antes de que vuelva a ella para iniciar su propia iniciativa turística, siempre con el apoyo del proyecto. Pero cuando casi me muero de la emoción es al llegar a la playa que tiene delante de su casa. Empezamos a caminar por la arena, don Julio, Chris, Rocío y yo, y no doy crédito a lo que, de repente, descubren mis ojos. Le pregunto a Chris (biólogo inglés afincado por acá desde hace más de diez años, perfectamente integrado, y gran conocedor de la flora y fauna local) que si se trata de lo que yo creo que se trata. Y vaya si se trata: huellas de otorongo, amigos. El mismísimo jaguar se ha paseado por estas arenas, quizá la noche anterior, en busca de alguna presa despistada. No queda ahí la cosa ya que la arena húmeda de la playa es un libro abierto. Y pronto empezamos a ver huellas de ungulados, como el capibara, ronsoco es su nombre local, y también de tigrillo. Sí, de ocelote. El otro felino de esta gran selva. Estoy ya absolutamente emocionado, y volvemos al centro de Baltimore, ya noche cerrada, en un bote que nos está esperando en la orilla, el que nos devolverá al día siguiente a Puerto, y con quien habíamos quedado para fijar la hora y los detalles.

Me he ido de tema, la emoción... La labor de todas estas ONGs que luchan, y verdaderamente lo hacen, por un ideal, es conseguir el añorado desarrollo sostenible. Eso no sólo implica formación, como en el caso de Baltimore, sino también apoyo logístico básico. Por ejemplo, en Baltimore hace falta un medio de comunicación como el comer, quizá una radio. También están pensando en excavar pozos, pero la inversión es demasiada y tendrán que esperar. Pero lo más fascinante de todo es que, por acá, toda esa labor desinteresada, toda esa lucha en pos de tus propias convicciones, no cae en saco roto. Acá el trabajo bien hecho es bien recibido y hay cabida para todo el que tenga algo que aportar. Nunca he sentido como en este lugar el que tus acciones puedan tener una repercusión social real e inmediata. El que tus ilusiones signifiquen algo para otras personas. El que tu grano de arena para cambiar el mundo se sume de verdad y no caiga en el desprecio nacido de la ignorancia y de lo mediocre. ¿Cómo podéis concebir que no esté completamente encandilado?

Diccionario (II)

Hay palabras que tienen mil sinónimos. Por ejemplo, "amigo", que se puede decir pata, causa, yunta, bróder, chochera, mugre... Esta última es muy graciosa: viene de "uña y mugre", que a nada que se piense es mucho más íntimo que "uña y carne". Otra idea muy rica es "el marido", que es el asunto, el mariachi, el montesino, el montalbán o el (agarráos) "chanca chanca machuca fuerte", que no traduzco por demasiado obvio, creo. El firme o la firme es la pareja legal, pero el rollito o amante es la bamba o la trampa. Un termo es un moscón que anda alrededor de la chica, pero sin concluir; es parecido a lo de calientapo... de por allá, pero referido al varón; cosa curiosa en una sociedad tan aparentemente puritana como ésta (y que lo es mucho menos en cuanto se rasca un poco la superficie, al menos en la selva, aah el calorcito...) Planear o sacar plan es enamorar o seducir a alguien, algo así como nuestro "ligar", y cuando hay agarre es que se ha llegado al "morreo", como decimos por allá, pero si la cosa va a mayores, rollito de una noche, es que ha habido "choque y fuga" o incluso (agarráos de nuevo) "choque y fuga con vuelta de campana". Por supuesto la cama en este contexto no es la cama, sino el "ring de las cuatro tuercas". Ah, los eufemismos, cómo ayudan a enriquecer un lenguaje.

Un brócoli, o sea un cabro o cabrón, ya dijimos que era un gay (pobreza peninsular que tiene que tirar de lenguas transpirenaicas para decir lo mismo que se dice con tanta gracia por acá). Pero, como es de esperar, hay muchísimos más sinónimos para el "conceto", entre ellos: chimbo, chimbombo, ñuco, chivo y tortis. Por no hablar del pincho (meto la pata con esto constantemente), pinga o pipilín, cosa que ya os dais cuenta todos de que es "la cosa". Y el chuculún, que es el tirar, o sea el canchis-canchis, o sea, ya os imagináis. Me resulta curioso que acá se use el verbo tirar en todos sus tiempos y formas para ese significado, cuando allá sólo lo usamos en reflexivo (ese "tirarse" o "tirarme", a menudo tan "masculino", digámoslo así).

Podríamos seguir hasta el infinito. Tener ambrosio o estar con filo es tener hambre y el que tiene buen diente es que es de buen comer (Naaacho). Aunque comer es en realidad jamear y el combo es el richi, o sea el menú. Un cocacho es un coscorrón, pero un combo, además del menú, es como un cocacho pero más fuerte. Un chívolo por acá es lo mismo que un chavo en México o un pibe en Argentina, o sea un chaval. Acá la gente no está en nómina sino que está en planilla. Una mancha es un grupo y hacer mancha es hacer peña, por decirlo de algún modo. Tener una arruga es tener una deuda y el que es muy tacaño es "bieeen puñete" (también llamado devoto de la virgen del puño), pero alguien agarrado no es alguien puñete, sino un maceta o macetón ("maseta, masetón"), es decir un tipo fornido, musculoso. Meter palo es mentir y un palero es un mentiroso, pero si te la enyucaron es que te la colaron hasta dentro, que te estafaron con todas. Un camarón, o sea un paracaidista, es uno que se cuela en la fiesta sin estar invitado, y dicen que hay aunténticos especialistas por acá en esta actividad. Un tombo es un policía y el que va planchado o plancha (y esto es jerga del hampa) es que lleva una cartera en el bolsillo y se le nota bien. Las tabas son los zapatos, la casaca la cazadora, el polo la camiseta, la lompa el pantalón... e ir calato es ir desnudo. El cholo o chola es el serrano, de raza andina, y un calengo es un sin raza, o sea que no es de selva, ni de sierra, ni de ná (como cierta limeña que me sé yo por acá, déjame que te cuente, en fin...)

Algo bacán, o loco, o locazo ("¡pero qué locáaaso!", ¡me encanta!), o monstruo, o paja, o chévere, es algo estupendo, "guay". El "pucha" es como el "jolín" nuestro, algo así como un "joder" descafeinado. Si no la manyas es que no lo captas. Actuar al toque es hacerlo rápido, o sea "ya" y para decir "a todos" se dice "con todos", por ejemplo, un "buenas tardes con todos", que tiene su lógica si se piensa. Cuando algo "no me resulta" es que "no me suena" y para decir "alrededor de las dos" se dice "algo de las dos". Cuando te preguntan si ya te vas te dicen "¿está yéndose ya?" en ese uso peculiar de los tiempos pretéritos, a menudo tan coherente, que tienen por acá. Una vuelta (de chelas por ejemplo, o sea de cervezas) es una ronda y si la chela se quiere bien helada, o sea fría, hay que pedir una "chela bien elena". Porque algo helado por acá es algo frío y algo frío es del tiempo: primera lección que se aprende entre calores... Tomar o chupar es beber, es decir beber un trago (alcohol), y cuando uno a base de chupar acaba yendo como un trapo es que va "huasca" (notese la misma raíz que en "ayahuasca"). En este país, imaginativo como pocos con el lenguaje, hasta el ceviche, el plato nacional, se transmuta, y en las cevicherías se oye pedir con toda naturalidad un sevichano o un sevillano. Y es que este pueblo tiene verdadera obsesión por derivar unas palabras de otras guiándose por un simple parecido fonético. Además las palabras se abrevian con facilidad pasmosa, y cualquier conversación está plagada de cosas como "ahí tá" (ahí está), "pe" (pues), "vamo" (vamos), y otras bellezas que a mí me encandilan. Por no decir del "haiga" en lugar del "haya", uso que, por cierto, me informan de que ya está incluído en el diccionario de la Real Academía de nuestra lengua magnífica, que es la de todos nosotros, 400 millones de almas.

En este juego lingüístico multitudinario hay espacio a menudo para el humor, y a mi me hacen mucha gracia cosas como cuando se requiere al mozo ("moso"), o sea al joven, o sea al camarero, con un "mozaico (mosaico) traeme el trapecio para limpiar la mesopotamia"...

Por cierto, la jeringa es la jerga. Como no podía ser de otro modo.

30 agosto, 2006

Trescientas hectáreas de selva virgen

No tengo tiempo de escribir lo acumulado en estos días; demasiada intensidad y demasiado poco tiempo para expresarlo debidamente. Tampoco puedo dar detalles aún acerca de lo que reza en el título de esta entrada, ni siquiera sé si la cosa saldrá bien, si el ofertante se echará abajo en el último instante, o si habrá algún detalle legal insalvable. Mis dos futuras socias (una española y una peruana) son gente muy capaz y que sabe moverse perfectamente en éste que es su medio. Mañana se ultiman detalles y el sábado iremos a ver el terreno, que no tendremos más remedio que ubicar con GPS para inspeccionarlo con mayor eficacia usando fotografía de satélite. Amigos, estáis hablando con un futuro propietario de un trozo de Amazonía. Lo cuál no significa nada o lo puede significar todo. Sólo el tiempo lo dirá.

29 agosto, 2006

Las comunidades amazónicas

Fuera de las ciudades, que son pocas, la población amazónica vive en comunidades. No siempre se puede hablar de núcleos de población propiamente dichos. En Baltimore, una de estas comunidades, cada familia vive a trescientos, quinientos o mil metros de la siguiente, alineadas al margen de río Tambopata, cuya orilla puede estar a bastante distancia en época seca (ahora), quizás dejando una playa de finísima arena entre el propio río y la franja de bosque que siempre protege de la visión directa desde el cauce. En época de lluvias, por el contrario, el nivel de las aguas sube hasta diez o doce metros y la orilla se acerca a las viviendas, quizá a pocos centenares de metros; el bosque de colonización de riberas acaba por inundarse, con lo que la trocha de entrada ha de tallarse formando un túnel más alto en la vegetación a través del cuál se accede a tierra.

En estas comunidades, el bosque, sea primario o secundario, lo rodea todo, y la ocupación dispersa del terreno sólo cuenta con unas pocas hectáreas de cultivos alrededor de las viviendas. La economía es diversa, no sólo agrícola, aunque la economía propiamente monetaria es muy reducida en el medio rural, restringiéndose prácticamente a la ciudad: acá la gente suele tener poca plata en los bolsillos. La carne procede de la caza fundamentalmente, aunque hay alguna ganadería menor para propio consumo; es tal la adaptabilidad necesaria en este tipo de vida que se puede decir que todos los animales del bosque con carne suficiente son susceptibles de ir a la olla (desde un mono hasta un tigrillo, es decir, un ocelote). También se pesca, naturalmente, con especies como el sábalo, la doncella (pez-gato), el paiche (pez introducido de tamaño tremendo), etc. Los aparejos de pesca son sencillos sedales terminados en un anzuelo, a menudo con cebo de pequeños peces pescados en el momento, pero a veces son trampas hechas de madera y bambú, a modo de cestas, que se dejan en el punto de caída de un salto del río y en donde la pesca queda atrapada por puro azar.

Además de pesca, caza y agricultura, muchos habitantes de esta parte de la Amazonía obtienen algunos ingresos con la minería artesanal. Se trata de extraer la pequeña cantidad de oro existente en las grandes masas de arena y sedimentos que, procedentes de los Andes, son depositadas en las orillas de los ríos cada año. Se utilizan tamices artesanales, a veces implementados directamente en barcazas preparadas al efecto, pero otras veces, caso más habitual en el caso de las comunidades ribereñas no urbanas, se trabaja directamente en las orillas, con cribas verticales, como quien tamiza arena para hacer una masa de cemento. El rendimiento es bajo, pero aún así no es difícil obtener unos pocos gramos de oro al día. De hecho, es esta actividad la que más recursos monetarios genera en la región (seguida, por este orden, por la extracción maderera y, algo más lejos, por el turismo). La recolección de la castaña es la otra actividad importante que envuelve a las comunidades locales, siendo una de las partes de la economía que repercute en mayor medida localmente. La madera y el turismo están en gran proporción en manos de gente ajena al territorio, aunque hay cierta tala menor para usos propios y algunos habitantes de Puerto Maldonado acaban también de guías en los servicios turísticos (hay ya 30 albergues o "lodges" en la zona y sobre un mapa uno diría que se está cerca de la saturación).

La castaña es ese fruto seco que en España llamamos "coquitos" o "nuez del Brasil". Es un producto que no se produce bajo cultivo en ningún lugar del mundo; toda la producción procede de árboles silvestres (Bertholletia excelsa) que crecen sobre todo en este ángulo de la Amazonía entre Bolivia, Perú y Brasil. Los gruesos frutos, como cocos, de cáscara pétrea, se recolectan y abren manualmente, con el machete, para liberar las nueces atrapadas en su interior en número de varias decenas, las cuáles después se han de pelar ("chancar") para liberarlas de sus cubiertas duras; esta parte la hacen ya los intermediarios, en Puerto Maldonado, con "máquinas chanchadoras". Cuando comáis coquitos, imaginad que proceden de una selva amazónica en uno de los usos que, cuando se hace de manera regulada, como es acá en la parte de reserva, se puede calificar de sostenible.

La gente de las comunidades es gente sencilla, de campo. Hay dos tipos: lo que se llaman "comunidades indígenas" y las "comunidades rurales". Las primeras están pobladas en su mayor parte por nativos originales del sitio, pertenecientes en cada caso a su respectivo grupo antropológico, casi uno distinto en cada subcuenca amazónica (con su idioma y costumbres propios, tal es la riqueza de esta tierra en la que hasta el ser humano es diverso). Las segundas son comunidades de colonización, generalmente pobladas por gente procedente de las ciudades o de otras partes del país. En ellas el componente criollo (mestizo) es más notorio, aunque en la práctica la mayoría de las comunidades indígenas, al menos las que están cerca de Puerto Maldonado, están bastante occidentalizadas, vistiendo la misma ropa y viviendo en el mismo tipo de casas que en el resto de las comunidades. Sólo las poblaciones no contactadas o apartadas voluntariamente, habitantes de los lugares más remotos y aislados de Madre de Dios, conservan sus taparrabos y todo eso; en todo caso son poblaciones que no están al alcance del turismo (afortunadamente) ni del viajero ocasional.

Baltimore es una comunidad rural (no indígena). La mayoría de las comunidades como ella, incluso el propio Puerto Maldonado, tienen su origen en la fiebre del caucho de principios del siglo XX. Los más viejos del lugar cuentan unos setenta y cinco años, como don Jaime Trigoso, testigo de una porción de historia que pocos pueden contar, cuando Puerto Maldonado era una población aún más aislada del resto del mundo y cuando los colonos competían con los indígenas por el espacio, a base de balas y flechas si era necesario. Hoy las comunidades indígenas han quedado reducidas a la mínima expresión, muchas de ellas contando tan sólo con un centenar de almas o poco más. Cuando pienso en ello visualizo a menudo ese mapa de idiomas de por acá que bajé de internet. Sí, amigos, idiomas completos, ramas lingüísticas a menudo aisladas genéticamente de otras, que cuentan en menos que décadas la fecha de su pronta extinción. Algo que resulta verdaderamente doloroso para quien ha sido un apasionado de la diversidad desde niño... y para el que cada vez se declara más entusiasmado con una diversidad específica: la magnífica variedad de la raza humana. Hoy el aislamiento de Puerto Maldonado toca a su fin con la pronta construcción de la carretera transoceánica, que unirá Lima y el Cusco con Sao Paulo, en Brasil, atravesando toda la Amazonía. Todos saben acá, entusiastas y detractores, que supondrá desarrollo y destrucción a partes iguales.

Las comunidades amazónicas usan para beber el agua siempre turbia del río, tras cocerla y decantarla. Sus casas son de madera y techo de palma, como la de Javier y Ulla, aunque a menudo aún más rústicas. No tienen electricidad y en Baltimore el único contacto con el resto del mundo es el aparato de radio que trae consigo la enfermera cuando los visita, aunque ahora mismo hace una semana que no viene, no saben por qué. Pero la verdadera vena de comunicación es el río. Son poblaciones volcadas a su río, que les provee de vida y les transporta. Son poblaciones casi anfibias, aferradas a sus botes, a sus canoas sencillas dotadas con un motor de escasa potencia, el peque-peque, y que ven cómo los lujosos botes de los albergues turísticos, con motores fuera borda de muchos caballos, les sobrepasan a toda velocidad en el río levantando una ola que los hace zozobrar. Son poblaciones con un escaso nivel educativo que contrasta con su firme sabiduría, la cuál se detecta aún más en los mayores, como cuando empiezan a contar alrededor de una hoguera y bajo el cielo más estrellado del mundo sus historias de toda una vida en la selva y en el río. Gente humilde, y como toda la gente humilde, tremendamente acogedora, agradecida incluso de tu simple presencia. Gente que lucha por abrir un futuro para sus hijos, para sus comunidades, sin saber muy bien qué camino seguir aparte del de la dura y cotidiana lucha por la supervivencia, a la que hace tiempo que aprendieron a mirar cara a cara. Gente que se enfrenta, tal vez sin ser del todo conscientes, a un enemigo difuso e indefinible. Gente sin norte pero con las cosas muy claras. Posiblemente tan claras como en la más clarividente de las mentes que pueblan este amplio y frágil mundo que nos ha sido concedido por una sola vez.

28 agosto, 2006

Tres días en Baltimore

Se escribe Baltimore y se pronuncia "Baltimore". Con acento en la "o". El nombre tiene que ver con su origen: una colonia establecida a principios del siglo XX para la extracción del caucho, cuya pasta era después enviada directamente a Baltimore. Claro, me estoy refieriendo ahorita (me encanta este idioma) al de los iu-es-ei, el que se escribe Baltimore y se lee "Báltimor", con esa "ere" final algo afónica, ya sabéis. Lo que ocurría es que las grandes bolas de gutapercha se metían en paquetes postales en los que se escribía la siguiente dirección: "To Baltimore". Es obvio que por aquél entonces había por acá cierta escasez de profesores de inglés para aleccionar a los trabajadores hispanohablantes.

Hoy, Baltimore (¡eh!, que os escucho, ¿cómo se lee?) es una comunidad rural a orillas del Tambopata. A 70 km de Puerto Maldonado por vía terrestre, hacia el suroeste. Son más de dos horas de polvo y baches en carro (habrá que verlo en estación de lluvias...), pero unas siete u ocho (dependiendo de la corriente) por vía fluvial. Yo les digo en broma que por qué no estiran un poco el río, que lo que les hace perder tiempo es tanta revuelta. Pero es que en la llanura amazónica la altitud media es de 200 metros... la altitud media y la de cada punto (casi) también. Por algo se llama llanura y por algo los ríos se entretienten tanto buscando la salida al mar, que está nada menos que al otro lado de todo un gigantesco y magnífico continente.

La razón por la que he estado estos días perdido en ese rincón del universo (y os aseguro que nunca mejor dichas las dos cosas: "perdido" y "rincón del universo") es el haber sido acogido por la gente de Trees-Cesvi en su labor de apoyo a las comunidades locales, más o menos como anuncié. Os podéis imaginar que el cúmulo de experiencias desbordan una sola entrada en este pequeño cuaderno de viaje. Por tanto, si me lo permitís, desglosaré un poquito. De momento, y para que os situéis un poco, que sé que algunos andan un poco perdidos (ah, esta gente, con lo fácil que es abrir el atlas...), aquí va un esquema de situación. De momento sigo en Puerto Maldonado hasta nueva orden. Apurando ya, eso sí.

fuente: wikipedia

Perú en el mundo

fuente: wikipedia

Departamento de Madre de Dios

fuente: www.andeantravelweb.com

Espacios Protegidos en Madre de Dios (click para agrandar)

fuente: www.wasai.com

Ubicación de Baltimore, en rojo (click para agrandar)

25 agosto, 2006

Lago Sandoval

El camino de aproximación al lago discurre entre bosques perfectos, entre pantanos y palmerales infinitos, en el seno de la más primaria de las selvas. Acompaño a Jorge y a Cintia, gestores de la Reserva Nacional Tambopata, y a Isabel, voluntaria de apoyo ambiental. Se trata de una caminata a paso ligero, hay que llegar antes de anochecer. Unos cinco kilómetros de naturaleza pura.

Llegamos al lago, y empieza la labor de inspección. El único albergue turístico ("lodge") situado dentro del perímetro de la reserva es el del Lago Sandoval, y hoy se trata de inspeccionar sus instalaciones. Efectivamente, podemos comprobar que hay algún problema con los vertidos de aguas negras y alguno más con el uso de madera de la selva. Se advierte al encargado, mientras Cintia, mujer dinámica y resolutiva, toma fotograrías de todo. Al parecer ha habido problemas con este "lodge" desde el momento de su instalación, realizada después de la creación de la reserva mediante la compra del terreno a los moradores originales, una operación que está prohibida expresamente por el plan de gestión del espacio protegido.

El Lago Sandoval es un meandro abandonado del río Madre de Dios. Se trata de un buen puñado de hectáreas de agua rodeadas de aguajales, zonas pantanosas cubiertas de la palmera del aguaje, con cuyo fruto se confeccionan unos jugos deliciosos. La riqueza ornítica de la zona es impresionante, entre otras cosas con varias colpas de guacamayos; se trata de zonas donde estas espectaculares aves (cuatro especies acá) se agrupan por motivos diversos, a menudo en taludes de tierra, otras, como es el caso de Sandoval, en zonas de palmeral, en cuyos troncos viven en huecos, como si fueran pájaros carpinteros.

Completamos la labor de inspección alrededor de las instalaciones del albergue de lujo, y volvemos a la orilla del lago justo en el momento en el que el sol está a punto de ocultarse tras el horizonte de palmeras. No sé como será una puesta de sol en una isla remota de los mares del sur, probablemente insuperable, pero puedo asegurar que, hasta donde yo he visto, la puesta de sol que he tenido el privilegio de contemplar hace unas horas es uno de los espectáculos más hermosos que jamás haya presenciado (y ninguna foto, toma parcial siempre, puede hacer justicia).



El sol se acaba de ocultar, y nos disponemos para el regreso. Llegaremos bien entrada la noche a la playa donde hemos dejado el bote, en el río, pero es algo que ya estaba previsto y todos llevamos linternas. Y es entonces, cuando la jornada parece concluir, cuando comienza uno de los espectáculos más sobrecogedores que haya vivido nunca. En la selva de Javier y Ulla asistí a un preludio, pero lo que hoy, este anochecer, he podido disfrutar, sorprendido como hacía mucho tiempo que no lo estaba, es la obra completa, el concierto de la naturaleza más impresionante que haya escuchado. Es muy difícil de describir. La mayoría de los sonidos son insectos, pequeños insectos del grupo de las cigarras o de los saltamones, animales con una capacidad de volumen tal que al principio, cuando empezó todo, apenas unos minutos tras la puesta de sol, pensé que se trataba de máquinas trabajando, o de altavoces ("parlantes") a todo volumen conectados a una máquina chirriante, no, no es chirriante la palabra correcta, quizá zumbante, tal vez como las sirenas de una fábrica. La tremenda nota de fondo lo envuelve todo, pero otros sonidos dan los tonos menores, como las voces múltiples de otras chicharras más cercanas, más chicas, o la de cierto búho que parece que ladra, o la de los grupos de monos nocturnos. En fin, como no soy capaz de describirlo, ahí dejo un fragmento de la grabación que he hecho con el micrófono de la cámara. No hace justicia, pero al menos sirve para hacerse una idea. Me permito titular esta obra magna de la naturaleza, perdóneseme la vanidad:

"Anocheciendo en Sandoval"

Iniciamos el descenso acompañados por este concierto, el concierto con el auditorio y con la orquesta más grandes del mundo. El apogeo dura minutos, menos de una hora, hasta que se hace noche completamente cerrada y los insectos más estridentes callan para dar paso a los pequeños, a las variopintas chicharras más sencillas, más normales. La gran fauna va añadiendo sus notas, sus chirridos, sus pisadas efímeras, mientras nosotros seguimos avanzando, ya completamente a oscuras, entre árboles que son sombras de gigantes, entre hojas de palma que abrazan la trocha y te rozan la cara. Tras cerca de una hora de caminata ligera en perfecta oscuridad, sólo la luz tenue de los que van más atrás, Jorge y yo en cabeza y sin linterna, llegamos al barco. Nos distribuimos los cuatro para equilibrar el peso, Cintia e Isabel en los asientos de proa, Jorge al timón y yo entre ellas, algo por detrás, en el centro de la embarcación y sentado en el suelo. La pequeña barca del servicio de la Reserva Nacional es ligera y el motor potente. Surcamos las aguas del Madre de Dios levantando espuma que nos salpica sin molestar. La barca se defiende bien, a pesar de navegar contra corriente, y Jorge es un buen navegante que sabe hacer su trabajo en completa oscuridad. Sobre nosotros se extiende la capa del firmamento, la Cruz del Sur anclada junto a la orilla, a nuestra izquierda, y el Escorpión, rodeado por los campos estelares de la porción más rica de la Vía Láctea, suspendido justamente del cénit, de donde no puedo apartar mis ojos. En la lejanía, algunas luces diminutas indican el rumbo, farolas de ciudad crecidas en las calles de Puerto Maldonado. La brisa acaricia nuestras caras, los cuatro en silencio transportados más allá del camino que va trazando la barca; sólo agua por abajo y cielo por arriba, sólo abismos insondables en cada parte simétrica del horizonte. Y por un instante uno se figura que si, en este precismo momento, un cataclismo universal hiciera desaparecer las luces que nos guían; que si, en un segundo fulminante, ese horizonte iluminado que es nuestra meta civilizada se hundiera en las entrañas de la tierra tragado por un movimiento telúrico; que si quedasemos navegando hacia el infinito para siempre, para toda la eternidad; que si ese milagro improbable sucediese, no pasaría nada. Absolutamente nada.

24 agosto, 2006

Planes en Puerto Maldonado

Puerto Maldonado es de esos lugares agradecidos. Bajo su apariencia anodina, de pueblo grande en el que nunca pasa nada, hay todo un tejido de relaciones, soterradas, invisibles, en las que las organizaciones de voluntariado juegan un papel preponderante. Y es que en un sitio en el que se concentran las mayores reservas de biodiversidad del planeta y los mayores depredadores de biodiversidad del mundo; en un lugar en el que conviven las comunidades rurales más necesitadas con la mayor ostentación turística concebible, en la forma de "lodges" de lujo en plena selva; en un sitio así, digo, no se puede permanecer indiferente.

Conocí a Isabel el lunes, hace tres días. Ella es de Vallecas, trotamundos y voluntaria en actividades ambientales en Puerto. Aunque Alberto, a quien conocí en Cusco, también ha aportado amablemente sus contactos, ha sido al final ella la me ha introducido de verdad en el mundo invisible de Puerto Maldonado. La espera de dos días "en puerto seco", literalmente, a punto ya de tomar el avión para el Cusco en busca de una nueva ruta, al final ha dado fruto y ha merecido la pena. Mañana voy con ella y con el director de turismo de la Reserva Tambopata al Lago Sandoval. Yo estoy deseando compartir con ellos lo que esté en mi mano e incluso me encantaría trazar planes de futuro al respecto. Y el sábado, la guinda. Me embarco rumbo a la comunidad rural de Baltimore con el equipo que coordina Rocío, zoóloga ella y absolutamente simpática, que está trabajando con las comunidades locales en aspectos sociales (desde construir simples letrinas) y de desarrollo sostenible (hasta apoyar iniciativas de turismo dentro de las comunidades). Es decir, allá que voy directo al pie del cañón. Serán tres o cuatro días (y lo que surja después) que, presiento, me costará olvidar.

En fin, me quedan quince días por acá, pero no sé por qué tengo la impresión de que Puerto Maldonado va a ser lo último que vea de momento de este amplio y variado país. Claro que decir ese "solo" es como decir la inmensidad. Y es que Puerto es más que una ciudad, más que un simple puerto amazónico. Puerto Maldonado es todo un rincón del mundo, un gran pedazo de la tierra, entera y semivirgen, dispuesto a recibir con los brazos abiertos al que quiere dejarse abrazar. Me han advertido de que el que recala por aquí se queda. De momento no aspiro a tanto. Aunque iré dando cuenta de lo que pase...

23 agosto, 2006

El sabor de la selva

Queridísima amiga:
La selva huele a la tierra y a la lluvia. La selva es verde, de todos los verdes. La selva tiene el sabor del fruto silvestre del aguaje. La selva huele a vainilla en la corteza de un árbol y a ajo en la corteza del siguiente. La selva es de todos los tonos del verde en las copas, de todos los tonos del gris en los troncos y de todos los tonos del pardo en el suelo. La selva sabe a guanábana y a la carne delicada del picuro. La selva huele a esa palmera que con sólo una flor todo lo impregna. La selva tiene el color rojo de las flores y el azul de una mariposa que sobrevuela el sotobosque. La selva sabe a la infusión de la hierba luisa y a la semilla del nescafé, que es un café que no es café y sabe a café. La selva huele al humo lejano de un hogar en una choza. La selva es del color pardo del barro del agua de vida. La selva sabe a la neblina masticada de un pantano semiseco. La selva huele a antigüedad eterna, a tierra crujiente de eones, a viaje instantáneo al más remoto de los pretéritos. La selva tiene el color de la inmensidad, el tono de lo inamovible, el reflejo de lo insondable. Y por encima de todo, la selva, muy por encima de todo, amiga mía, la selva sabe a poco. Siempre sabe a poco. Pero eso, queridísima amiga, aunque me lo preguntas, tú ya lo sabes, ¿verdad?

22 agosto, 2006

El bosque amazónico

Javier maneja el machete con ambas manos, ora la derecha, ora la izquierda, a ras de suelo o por encima del hombro, hacia delante o hacia atrás. Su trabajo es un prodigio de precisión, así como su caminar, pausado y concreto, como el caminar de todos los hombres de campo que no sólo dicen que lo son. En la cabeza y en la actitud de este hombre enjuto de selva se condensa la sabiduría de toda una vida dedicada a una pasión, que es el bosque. Hemos salido en la mañana, a las ocho, tras tomar un energético desayuno junto con Ulla, a base de yuca y queso y huevo fritos, con una deliciosa bebida caliente de leche y plátano recién hervido y triturado. La senda sale de la parte de atrás de una de las manchas de platanera, una trocha abierta por el machete de Javier, primero en bosque secundario, después en bosque primario, auténtica selva virgen de llanura. De vez en cuando haremos incursiones fuera de la trocha, y es entonces cuando el machete de Javier entrará en acción, eliminando sólo lo necesario, abriendo camino únicamente en lo preciso. El tajo del machete afilado de Javier es como el acto del cirujano que está tan pendiente de la vida como de lo que corta.

Si existe un bosque, es la selva baja o de llanura. No existe un dosel arbóreo único, al modo de un bosque europeo, sino una maraña de plantas de todos los tamaños, desde algunas herbáceas que aciertan a tapizar a duras penas el suelo oscurecido hasta árboles emergentes de más de cincuenta metros robustecidos por raíces tabulares que hacen de contrafuertes. Entre ellos destacan las lupunas, blanca y roja (géneros Ceiba y Chorisia), que con sus gruesos troncos y bases ensanchadas son los reyes del bosque en Madre de Dios. Un tremendo ejemplar de lupuna blanca está en fruto y sus gruesos paquetes de semillas de quizá medio kilo de peso caen como bombas desde más de cincuenta metros haciendo peligroso acercarse a él. Cuenta Javier que el "chullachaqui" elige para habitar la base de las lupunas, cobijándose entre los contrafuertes de las raíces. El "chullachaqui" (literalmente, "desigual"), es invisible y tiene una pierna más corta que otra. Es un hombre pequeño de rostro arrugado que gobierna a todos los seres de la selva. Un personaje entre malicioso y juguetón, que resulta peligroso sobre todo por la noche, cuando un jaguar puede atacarte a sus órdenes o cuando un tropiezo fortuito en una rama no será tal, sino que él lo habrá dispuesto. Cuando el chullachaqui se enfada, golpea las raíces de su lupuna para hacer caer los pesados frutos.

Javier conoce todos los árboles de la selva. Me va enseñando a diferenciar unas especies de otras, unas veces por el color o la rugosidad de la corteza, otras por las hojas, lejanas en el dosel y siempre difíciles de separar de las de los demás árboles, otras por el olor de la madera o por el color o viscosidad de la savia. La madera del ajo-sacha huele a lo que dice su nombre, "ajo silvestre", y sirve para curar el riwi, una enfermedad que contraen los mineros del oro y que mata. La pona y la sacha-pona son palmeras con las raíces en forma de arbotantes góticos, que les permiten crecer por encima de sus posibilidades; en el tronco engrosado y liso de la primera hacen el agujero de su nido los loros. El guicungo es una palmera cuyo tronco está completamente cubierto de espinas, las espinas más grandes de la selva, huecas e infectantes, muy peligrosas en este medio (ayer precisamente conocí a una cooperante comida por la "uta", larvas de dípteros que se meten en tu cuerpo a través de una herida). A mí las especies de palma me parecen todas iguales, y cuando llevamos unas diez y comprendo que no me voy a acordar después, dejo de apuntarlas, pero Javier tiene una capacidad innata para diferenciar unas de otras, como si las conociera de toda la vida, que es lo que en ralidad ocurre.

En un momento del paseo, un ruido de movimiento en la hojarasca capta nuestra atención. Una piara de sajinos se mueve en la espesura. Sagino es el nombre local para el chancho o cerdo silvestre, conocido en todo el trópico como pecarí (Tayassu tajacu). Nos detenemos en la trocha a intentar observarlos, pero ellos nos han olfateado y también nos están vigilando. Al final nos tenemos que contentar con una visión fugaz entre la espesura. Un poco más allá, una masa se esconde entre unos arbustos. Dice Javier que es un achuni, nombre local del coatí (Nasua nasua), un mamífero carnívoro perteneciente a un grupo zoológico específico del Nuevo Mundo, muy característico por su nariz alargada y móvil. Yo ya lo había visto en el zoológico de Tingo María. Javier me cuenta que tiene la costumbre de vigilar a los grupos de monos, hasta se avalanza sobre una hembra y la monta; después, si puede, sigue con otra, y con otra, y otra... No en vano, su vaina desecada, dice Javier, (su pene) es usada localmente como afrodisíaco, aunque a mí me queda la duda sobre si tal prodigiosa virtud no estará deducida erróneamente según la teoría del signo, que dice que un remedio es curación del órgano al que se parece (por la aguda nariz carnosa y móvil del animal).

Distintas aves se escuchan en la espesura, entre ellas el pancar, pájaro capaz de imitar a todas las aves y también la risa y el llanto humanos. En lo más profundo de la espesura, una pava de monte se pasea de copa en copa. Las pavas de monte son gallináceas tropicales que viven en las selvas, del tamaño de una gallina grandecita. Su carne es muy apreciada. En esta ocasión la podemos ver con claridad. Quizá se trate de la pava pucacunga o amazónica (Penelope jacquacu), aunque Javier la llama simplemente "pava de monte".

Seguimos avanzando. La trocha hace un recorrido circular, con varias ramificaciones adicionales, de varios kilómetros de longitud. El caminar es cómodo por la topografía aluvial perfectamente llana y por la sombra densa que amortigua el calor. Al pie de un árbol de sihuahuaco, otro de los gigantes de la selva, encontramos varios agujeros del diámetro de un muslo humano. Es la guarida del picuro, nombre local de los agutíes, un roedor de gran tamaño típico de la selva y cuya carne es muy apreciada (género Dasyprocta). Yo la comí en Tingo María y doy fé de que es una carne sabrosa y suave. Javier, usando un palo afilado, intenta molestar al animal para que salga de su guarida; de hecho, podemos sentir que el palo toca en algo blando, pero el picuro se niega a salir. El sihuahuaco es un árbol de madera muy dura y muy densa, que se hunde en el agua, muy apreciado en construcción cuando se ha de asentar sobre terrenos húmedos pues resulta imputrescible. Javier me enseña unos restos de madera de un ejemplar que cayó hace años en una zona pantanosa de su selva y que todavía permanecen intactos semisumergidos en el agua. Él no suele cortar árboles para hacer sus construcciones: los árboles caen sólos de manera natural por toda la selva, sólo hay que localizarlos y aprovechar lo que sirva. "Con un sólo sihuahuaco se pueden construir dos casas; para qué cortar".

También aprendo a reconocer la tangarana, que además de un baile típico local es el fenómeno al que imita este baile: el árbol que contiene colonias de hormigas en su interior (género Triplaris). Hormigas de tres o cuatro milímetros que muerden e hincan su aguijón a la vez. Salen todas como una exhalación de pequeños orificios en la corteza, el interior del palo está hueco y es su vivienda, a nada que se golpea uno sin querer con el árbol. El baile nativo imita el sacudirse de los molestos e inesperados vigilantes de tan bien protegido árbol.

Se ven pocas mariposas y ningún pica flor (colibrí), pero es que en la estación seca no hay apenas floración, salvo algunas Heliconia o platanillos de inflorescencia espectacular; me prometo a mí mismo visitar estas selvas en época de lluvias, en la época más cálida del año, cuando toda la vida explota (diciembre-febrero). Pero de repente encontramos un arbusto completamente cubierto de flores de color lila, y allí se concentran todas las mariposas de la selva. Especies de todos los colores y tamaños agrupadas para libar en el único punto abundante en néctar disponible.

Seguimos nuestro paseo mientras Javier me sigue introduciendo en el fascinante mundo de las selvas amazónicas, mientras me habla de sus problemas con los vecinos de los terrenos adyacentes, con incendios provocados, con talas no consentidas en sus terrenos, mientras me habla de enfrentamientos en los que median armas de fuego. La vida en la selva es, en efecto, algo más que lo que se percibe en el apacible discurrir de los días en Puerto Maldonado.

Regresamos a casa, a la chacra, tras más de cinco horas de paseo. Ulla nos espera preparando la comida. Comeremos un exquisito caldo con carne de achuni, papas y yuca, acompañado por un excelente jugo de carambola recién exprimido, mi zumo favorito por estas tierras. Me despido de Ulla antes de caer la tarde, y Javier me llevará a Puerto Maldonado, mientras las escenas de las orillas del gran río se suceden como en una película de viajes; mineros tamizando la arena en busca de oro; una piara de chanchos domésticos revolcándose en un lodazal en una de las playas; las aves de las orillas posadas en las ramas secas dejadas al aire por las aguas bajas; y por encima de todo, la selva enmarcándolo todo en ambas riberas. En la lejanía aparece la silueta destartalada de la ciudad, y al poco me despido de Javier, guardando en algún rincón de mi conciencia la idea secreta de que no será la última vez en que lo veré en la vida.

Una noche en la selva

Ulla termina de cocer el pan en la sartén. El fuego se contiene en un hogar improvisado, dos bloques alargados de barro cocidos por el uso, dispuestos sobre una mesa de cuatro tablas a la distancia de la anchura de las cacerolas. Todo dentro de un cobertizo de madera con techo de hoja de palma, al que ellos llaman "la cocina". En casa de Javier y Ulla no hay electricidad ni agua corriente. El agua se toma del Madre de Dios, se decanta hasta que el barro se deposita, y se cuece, aunque para tomar directamente Javier trae agua mineral de la ciudad en su sencilla barca con motor fuera borda. Javier es un perfecto conocedor de cada palmo del río, en invierno o en verano, con aguas altas o bajas, y sabe sortear cada palo caído y cada banco de arena aún en total oscuridad.

Estamos Ulla y yo solos en su chacra. Javier ha tenido que ir con una amiga (María, cusqueña híbrida de selva, de ojos hipnóticos) a la que le hizo el favor de llevarla con sus clientes a una visita turística, María es guía de una agencia de viajes en Puerto Maldonado, y debe devolverla a la ciudad. Javier volverá más tarde; Puerto está a algo más de media hora de navegación río arriba. Una hora la ida y vuelta, pero aquí el concepto de tiempo es otro. Mientras la tarde va cayendo, Ulla me explica qué motivos pueden impulsar a una alemana, de piel blanquísima y maltratada por los insectos y de apariencia menuda y frágil, sólo apariencia, a romper con el mundo occidental, a perderse en este rincón de fuera del mundo en condiciones de cuasi supervivencia. Le pregunto por la inseguridad de un sitio tan apartado, aunque hay vecinos en la otra orilla, casi un kilómetro de agua y barro de por medio; es un "logde" turístico, cabañas en alquiler a millón para los acaudalados del norte, algo muy frecuente en Puerto Maldonado y paradigma local del desarrollo económico ordenado y sostenible. "No hay ningún problema", me contesta categórica, y es que en Puerto Maldonado se respira un ambiente pueblerino (50000 habitantes) de absoluta confianza. A pesar de que en la selva algo me dice que es otra historia, y por momentos la apariencia es de que la ley del talión es la que manda. Pero ella lleva aquí ya un año, hace seis meses que se casó con Javier, hermano de un amigo que conoció en Escocia donde vivían en pleno entorno rural, y se supone que sabe lo que dice. Su testimonio de vida es prueba de ello.

La luminosidad tropical ha ido tamizándose a medida que pasaban los minutos. Llevo un par de horas con Ulla, con quien me dejó Javier en absoluta confianza mientras él concluye su trabajo. La densa vegetación que rodea las tres únicas construcciones de madera, de un solo cuerpo, en que consiste su hogar, ya hace tiempo que se interpone parcialmente a los rayos solares, cada vez más oblicuos. La chacra (huerta, finca, terreno) está rodeada de plantaneras de cinco o seis metros de altura que forman algo parecido a bosquetes jurásicos, de tremendos árboles de mango, palta (aguacate), pan de árbol, caimito, cítricos, matas de yuca, de piña, de ají, que bien pudiera parecer en lugar de una chacra la mismísima selva virgen. Un hermoso ejemplar de pan de árbol (Astrocarpus) está herido de muerte en su base por desidia del anterior dueño del terreno, pero Javier ya ha puesto dos nuevos palos (árboles) sembrados de semilla hace tres años. Superan ya la docena de metros y este año darán su primer fruto. Así es la agricultura acá, casi la no-agricultura, como le indico a Javier. Un simple trozo de madera arrojado al suelo enraiza y crece como por arte de magia. No hay que abonar. No hay que regar. Tan sólo hay que desbrozar un pedazo de monte y mantener el desbroce, la principal fuente de trabajo por aquí. Siquiera hay que iniciar los procesos y esperar. Esperar muy poco. Aquí se puede vivir literalmente de lo que cae de los árboles. No me cabe duda de que los mitos del paraíso de nuestras culturas de origen semita debieron de inspirarse en la visión de los trópicos, tal vez los trópicos asiáticos a través de Sumer o de otros pueblos del desierto, antiquísimos, en los mismos albores de la civilización.

Sobre una gran tabla, Ulla me ofrece su pan, unos pedazos de queso y unas aceitunas. Será mi cena de hoy, mientras ella se sirve algo que sobró en el almuerzo. Como bebida, un delicioso preparado a base de limones de acá (limas) y agua que deduzco sacada del río. No está frío, tan sólo a la temperatura de la sombra y de la hora del día, pero es el mejor refresco que he tomado en mucho tiempo. Cenamos apaciblemente, mientras Patricio, el pequeño mono blanco que vive con ellos desde que su madre fue abatida en la selva y quedó huérfano, me hace muecas, soy el desconocido, sin dejar de permanecer aferrado a Ulla, su madre adoptiva. Lorenzo y Lara son dos guacamayos, azul él y roja ella, que también andan por la chacra a sus anchas, son los reyes del lugar, además de tres perros, dos de ellos aún cachorros, un gato "que no caza nada", y las consabidas gallinas, imprescindibles en toda economía rural. Los animales hacen compañía, me contaba hace un momento Ulla mientras todos ellos pululan a su alrededor, dando y recibiendo cobijo a partes iguales.

Ya ha caído el sol tropical tras el horizonte, y el gran río recibe los últimos rayos del crepúsculo mientras se torna literalmente insondable, mientras se realza en un gris terroso y brillante que se difumina en la frontera insensible del cielo oscurecido, mientras se enmarca en el borde negro y profundo de la selva espesa. Los mosquitos, las moscas acá, durante el breve espacio del cambio de luces han hecho estragos en mis tobillos por no haberme puesto calcetines a tiempo. Ulla, más acostumbrada, me avisó tarde mientras iba a por sus botas de goma, típicas botas de agua de media caña de las de toda la vida, calzado habitual cuando se entra en faena en estos pagos. Los sonidos de la noche empiezan a apoderarse del campamento, no sé muy bien cómo definir el lugar, y las chicharras de todas las especies inician la sinfonía más multitudinaria del mundo. El gorgeo metálico del bocholocho, que semeja el gotear de un grifo o el sónar de un batiscafo, se ha detenido junto a las demás aves diurnas, que enmudecen con él recogiéndose en las profundidades del dosel selvático, mientras los primeros murciélagos comienzan su danza etérea y zigzagueante entre las copas. De repente veo un brillo. Y otro. Y otro más allá. Las luciérnagas empiezan su danza y el bosque-chacra se envuelve en el misterio aún más, como si tal cosa no tuviera límite conocido. Son insectos voladores que van emitiendo su destello intermitente, con una cadencia propia de su especie, con una regularidad engarzada en sus genes desde la noche de los tiempos. Una de ellas viene volando directamente hacia nosotros, y dispongo mi mano para recibirla. Son pequeños escarabajos, frágiles, con el abdomen como una diminuta bombilla que se ilumina de golpe, se apaga, se ilumina, se apaga. Ulla no sabe ponerles nombre en castellano, su alemán natal aún es su lastre, pero me dice que hay otra especie más grande, que ahora no es su época. Javier me confirmará que el nombre local es luciérnaga, como en Europa la nuestra; yo esperaba tal vez otro nombre.

Mientras la danza de las luciérnagas se intensifica a ras de suelo del bosque, Ulla reconoce el sonido de un motor. Javier llega con la leche y alguna cosa más que le encargó ella, y se incorpora a la cena casi al final de la nuestra. El tiempo va pasando en la oscuridad. Tan sólo un quinqué de petróleo en el centro de la improvisada mesa, hecha con una tajada de árbol y unos tarugos, ilumina nuestras caras y un pequeño círculo alrededor. Javier me va relatando su vida en este pedazo de las afueras del mundo. Compró un kilómetro cuadrado de selva a orillas del Madre de Dios hace ahora diez años, y se instaló inmediatamente en él. Ahora que está con Ulla, pretenden dar cobijo a turistas, y para ello acaban de construir la cabaña en la que yo me voy a alojar. Pretenden construir dos o tres más, pero no para ofertar las típicas actividades de pseudoaventura. Él es un buen conocedor de la selva que ha vivido y peleado en Iquitos y en Brasil y se ha preocupado de formarse personalmente. Quiere enseñar la auténtica realidad de la selva a quien verdaderamente quiera escucharle.

En un momento de la sobremesa algo grita en las copas de los frutales. "Están comiendo", me indica Javier sigiloso, mientras va a su habitación a por la linterna. Al enfocarlos, unos ojos redondos de animal nocturno nos miran con curiosidad. Hay varios, tal vez la media docena. Son monos nocturnos, dice Javier, que han invadido imperceptiblemente las enormes copas mientras cenábamos. Informándome, veo que se ha de tratar de una especie de Aotus, quizá el endémico Aotus miconax. Al parecer, a menudo vienen a comer a la chacra, plátanos, mangos, lo que sea. Javier y Ulla están felices de compartir parte de su producción, de cualquier manera excedente, con sus vecinos de la selva, monos, saginos, achuñíes, loros, o cualquier otro "amigo". A mí me vienen a la cabeza Lorenz y Durrell.

Llega la hora de retirarnos a nuestras camas, y le pregunto a Javier si el rito de la mosquitera es imprescindible, a lo que me responde que si los zancudos molestan, que casi sí, pero que según lo vea uno mismo. Los zancudos son los mosquitos culícidos de los géneros Aedes y Anopheles fundamentalmente, transmisores de todos los males tropicales, aunque parece ser que la malaria está prácticamente erradicada en el Perú y contra la fiebre amarilla, que sí está presente, voy vacunado. Del dengue no sé nada, pero espero no topármelo...

Junto a la puerta de la cabaña, Ulla ha dejado un rollo de papel sin dar explicaciones sobre cómo y dónde usarlo. La selva lo rodea todo y es inmensa. Tras despedirnos y preparar un poco la cama, salgo un momento al exterior para sumergirme en solitario en la noche selvática. De repente, miro hacia arriba. Es la primera vez que lo hago, plena oscuridad cerrada pues no hay luna, primera noche verdadera en mitad del campo desde que estoy por acá. La Vía Láctea, perfecta, más lechosa que nunca, cruza el cénit de norte a sur. Sus manchones neblinosos guían mis ojos, y reconozco la Lira, el Delfín, el Águila y, en el horizonte septentrional, apenas visible, una parte de lo que creo el Cisne. Pero de repente una constelación cautiva mi vista. En pleno cénit. Es el Escorpión. Y lo estoy viendo completo, con su cola erizada contra sí mismo, con sus garras en la parte opuesta, todo rodeado de los magníficos campos estelares de esa parte del cielo. Nunca había visto esa imagen, acostumbrado a encontrar al Escorpión acostado contra el horizonte y a duras penas visible por completo. Cuando salgo del ensimismamiento, habría dado un dedo pulgar por unos prismáticos, sigo el torrente blanco de estrellas hacia el horizonte sur. Y, casi sin darme cuenta, la veo de refilón, mientras voy siendo consciente poco a poco de ello. Ahí está: la constelación sagrada de los Incas. Visión imposible desde el Norte. Es la Cruz del Sur, señal de marinos y guía de exploradores; flotando como una señal para el viajero sobre el horizonte del río, presidiéndolo todo con su sencillo y efectivo icono romboidal.

Regreso a la cabaña entre los sonidos de la selva y el titilar perfecto de las estrellas del sur, y me dejo cobijar por el techado de hojas de palma mientras persisto en plena ensoñación, con el espíritu sobrecogido, transportado aún más allá de lo que en realidad quiere decirme un mapa. Me rodeo con la malla de tul y me cobijo a duras penas, semidesnudo, bajo una manta ligera. Por la mañana, de amanecida, el fresco del río calará en los huesos. Cuando cante el gallo y el bocholocho retorne con su gorgeo goteante, me espera un largo paseo por la selva virgen, por la selva de Javier y de Ulla. Será un recorrido iniciático de la mano del mejor guía que uno puede encontrar en este rincón de los extrarradios de la realidad.



20 agosto, 2006

Atracado en Puerto Maldonado

Atracado en Puerto Maldonado, domingo, y nada que hacer. La práctica totalidad de los comercios están cerrados, y en las horas centrales del día las calles parecían las de una ciudad fantasma. Ahora, a las ocho de la noche, tan sólo algunos restaurantes y los sitios de internet están abiertos. Por falta de reflejos me cerraron también las agencias de viajes, que estaban abiertas cuando aterricé, pero que han permanecido cerradas por la tarde. He visitado la zona portuaria y Marcelino, barquero local, me ha ofrecido sus servicios de barco-taxi aguas abajo del Madre de Dios para visitar el Lago Sandoval, que está en medio de un fragmento de selva más o menos bien conservada según las guías. El problema es que me pide cien dólares, precio que me parece excesivo por doce kilómetros de río y otros tantos de vuelta (incluso el pasaje aéreo Lima-Cusco cuesta menos). Éste es un problema al que me estoy enfrentando de continuo por el hecho de viajar solo: si fueramos más, el precio del alquiler del barco seguiría siendo el mismo y se repartiría entre el número de compañeros de viaje. En fin, así son las cosas.

De cualquier forma no es el lago Sandoval lo que más me interesa de esta zona. Me gustaría ver sobre todo la margen derecha del río Tambopata y la zona de reserva que lleva su mismo nombre. Mañana, como he hecho en otros sitios, iré temprano a las oficinas del INRENA (el equivalente al antiguo ICONA de España; son los que gestionan los espacios naturales del país) a que me den información profesional de primera mano. Después decidiré: tengo dos días completos (si contamos sólo las horas de luz) hasta mi cita de pasado mañana con Alberto, Fernando y panda. Después de esa cita no sé lo que me depara el destino.

Puerto Maldonado es una ciudad de colonización de selva que, urbanísticamente hablando, carece del más mínimo interés (con perdón de los puertomaldonadenses). Es el típico destartalamiento, aquí con mucha madera, como ocurre en toda la selva, tejados de chapa y demás. Está claro que ya hemos salido del oasis arquitectónico que supone el Cusco. Ocurre que el destartalamiento en la selva es como si se tolerase más. Parece como si la sucesión de casas de una o dos plantas, todas distintas, todas iguales, remedase de alguna manera la propia repetición inexacta de los árboles de la selva. En el paraíso de la diversidad el destartalamiento no se percibe como heterogeneidad. Es la homogeneidad de lo heterogéneo, como diría el amigo Gustavo.

El río Madre de Dios es un río amazónico de estos anchísimos, quizá alrededor del kilómetro en la zona del puerto. Sus aguas son barrosas, siempre removidas por las frecuentes lluvias, y están permanentemente surcadas por barcazas de fondo plano y por botes diversos de configuración variopinta. En la zona del puerto desemboca el Tambopata y en la orilla opuesta de este tributario se observa un fragmento de selva que tiene muy buena pinta. Tal vez mi objetivo se pueda cumplir sin más que cruzar el río (en barco, no en katiuscas, claro), pero aún así tengo que ir al INRENA a por los permisos.

Lo más interesante de Puerto Maldonado quizá sea su mercado, no muy grande pero jugoso. Sobre todo por el colorido, como no, de sus puestos de frutas tropicales. Hoy he dado un paseo rápido y he visto cuatro o cinco tipos de fruta que aún no conozco. Pero no me he entretenido en hacer pregunas, estaba algo cansado y me he ido a reposar un poco al hotel (noches de mucho vísperas de poco, ya sabéis). Otro día vuelvo más despacio.

Deambulando por las calles, observando los árboles, algunos tremendos, que crecen en los improvisados jardines privados de la ciudad, he reconocido el árbol del anacardo o marañón, como creo que lo llaman por acá. Tanto me ha llamado la atención que he querido comprobar a qué sabía una almendra de anacardo cuando aún está verde. Pues bien, os recomiendo que, ante la misma ocurrencia, nunca hagáis lo mismo. Al principio no noté nada, pero poco a poco he empezado a sentir un fuego acre en los labios y boca (menos mal que sólo he mordido una esquinita, aunque creo que lo que me ha irritado es el jugo del fruto verde); todavía tengo el labio superior entumecido. En fin, una pardillada como otra cualquiera, y mejor que haya sido en la civilización que perdido por ahí en medio de una selva. Por cierto que, hablando de plantas y sus propiedades, he dado con un chamán auténtico que tiene su consultorio y todo y hace todo tipo de ritos, incluído el acompañamiento iniciático en el viaje de la ayahuasca (reconozco que me tienta, pero me gustaría más vivirlo en plena selva). También, como no, hace ceremonias de "amarre" y, por supuestísimo, elabora la pusanga con su formulación exacta y original (pusanga de grasa de bufeo, que ahora me entero que es el delfín de río, animal del que se dice que tiene senos y cuerpo de mujer y que yace con hombres en las playas). Ya sabéis, si alguien anda necesitado que me deje un mensaje y me llevo un par de litros o tres...

Bueno, son las ocho y pico y aquí no hay "kilómetros cero" ni nada que se le parezca. Supongo que acabaré en el hotel viendo la tele o leyendo ya que no concibo mecanismo plausible para que surja algo mejor. Acabo de presenciar un desfile étnico en lo que me ha parecido ver denominado como el "día mundial del folclore" o algo así, pero la verdad es que sólo iban tres o cuatro grupos de jóvenes, unos con disfraces andinos, otros al más puro estilo selvático, taparrabos y todo eso (hace dos horas que cayó la noche, pero hace el mismo calor que de día). Y con unas muchachas guapísimas. En fin, amigos: estamos otra vez en la selva...

Sobrevolar la selva

Ya en Puerto, sin novedad. El vuelo desde Madrid penetra en Perú por la frontera con Colombia, y se llega a ver en la lejanía Iquitos y el Amazonas. Pero los vuelos internos permiten una visión mucho más cercana de la tierra desde el aire, especialmente uno tan corto como éste en el que cuando el avión termina de ascender ya está iniciando el descenso.

Elijo ventanilla y no hay demasiadas nubes en el Cusco. Sobrevolar los montes resecos de los Andes, con su cultivos en pendiente y sus plantaciones de eucalipto, añade una visión más completa a un tipo de paisaje que ya tengo interiorizado. Atravesamos la capa discontinua de nubes entre turbulencias y, tras un tiempo de no notar apenas cambios, el avión sigue ascendiendo lentamente, la textura de la nubosidad cambia. No se ve la tierra, pero es obvio que estamos acercándonos al borde andino. De pronto, la capa de nubes se aleja de nuestra altura de crucero. El mar de nubes se desploma hacia abajo a la vez que la nubosidad se vuelve más grumosa, nubes de desarrollo vertical. Es obvio que estamos atravesando la ceja de selva, la selva nublada de montaña, aunque es esta nubosidad precisamente la que nos impide su visión. Y de repente vislumbro que la ceja de selva es el lugar perfecto para ocultar a la vista cualquier cosa que quiera ser ocultada, difícil de vigilar desde tierra por la orografía y la espesura selvática y difícil de vigilar desde el aire por la capa semipermanente de nubes.

Un poco más allá, el mar de nubes se empieza a abrir. No es todavía mediodía y la llanura amazónica aún no está completamente cubierta de nubes tormentosas, tan sólo algunos cúmulos en formación separados entre sí, aunque una brumosidad translúcida lo envuelve todo hasta el horizonte. La selva se ve desde esta altura, unos 3000 metros, como un inmenso tapiz de un verde apenas heterogéneo, casi pardo por la densidad de la atmósfera. El río Madre de Dios se ve serpenteando en color barro al fondo y la única herida en la inmensa extensión verde es una carretera terrosa de tramos rectos infinitos a cuyos lados, apenas unos cientos de metros, se aprecian signos de deforestación. Todo lo demás es el tremendo bosque, la gran selva amazónica que cubre países enteros. Por un momento me replanteo las reflexiones de anoche en el Kilómetro Cero; desde este pundo de vista privilegiado pudiera pensarse por un momento que queda selva para rato.

Pero es cuando el avión empieza a perder altura hacia un punto lejano en el horizonte, que es el aeropuerto, cuando la visión geográfica, integradora y global, cede ante el instinto de biólogo, que de repente se dispara. Lo que hasta entonces era una extensión inmensa apenas grumosa comienza a resolverse en tonos de verde, colores de copas en flor, rojas, completamente rojas, amarillas, árboles salpicados que emergen del dosel y que han perdido el follaje, es estación seca, grandes hojas de palma, mosaico interminable, siempre distinto, siempre parecido, infinidad de formas vegetales, amontonamiento de soluciones evolutivas, biodiversidad en estado puro. Quedo fascinado con la visión y no puedo separar la frente de la ventanilla. Los kilómetros y kilómetros de bosque megadiverso pasan debajo de mis pies como si se me estuviera ofreciendo un resumen condensado de la historia de la vida. Me traslado al Eoceno, cuando la Península Ibérica y toda Europa estaban tapizadas por un bosque parecido. Intento colarme entre los huecos de las copas para imaginar como se verá todo desde dentro, mirando hacia las hojas, hacia los escasos rayos de sol que pueden penetrar. A pesar de la climatización de la atmósfera del aeroplano, creo comenzar a percibir el calor y la humedad del ambiente selvático. El olor a barro y moho. Lo que me ocurre es que estoy sintiendo, otra vez, la llamada de la selva.

Aterrizo a las once y media en el Puerto Maldonado, y el aeropuerto recuerda a aquéllos que se ven en las películas, una sóla pista simplemente correcta y un sólo edificio al final que es más bien una nave, de estructura metálica, con paredes de celosía y permanentemente ventilada, sin vidrio que aisle de unos rigores climatológicos que no existen. Mientras el piloto realiza la maniobra en tierra, me quito la camisa que llevo abierta por fuera, necesaria en Cusco pero innecesaria acá, y la guardo en el bolso. Treinta grados centígrados en el exterior, asevera el piloto.

Desembarco, y como cada vez que me zambullo de golpe en esta atmósfera pegajosa, me viene a la mente una frase que tiene ya veinte años. La que me dijo el señor cubano con quien compartí asiento entre Madrid y Puerto Rico en el momento de salir del avión y entrar en la pasarela, dos de la madrugada, al exclamar yo un "qué calor": "Es que estás en el trópico, muchacho..."

En el aeropuerto del Cusco

Espero mi vuelo. Falta media hora para el embarque. La noche anterior fue larga, intensa. Fiestas de guardar. Y el cuerpo y el alma están algo maltratados. Resaca dirán otros. El Kilómetro Cero me enganchó una noche más. Lo típico. Primero asomas la cabeza tímidamente para ver cómo está el ambiente y para comprobar si hay alguien conocido. No veo de momento a Alberto, pero el cebo ya está echado y no tengo más remedio que entrar. Hasta las cuatro de la mañana no estaré de vuelta en el hospedaje.

Con Alberto, conozco a Fernando, a Rocío, a Héctor. Trabajan con él en una curiosa simbiosis entre una ONG de ecovoluntariado y otra de odontología (Odontólogos Sin Fronteras). Fernando y su equipo van repartiendo salud bucodental por medio Perú. Todo a base de empeño personal, de lucha contra los impedimentos, a menudo procedentes de instancias oficiales. La vida de esta gente es la de una pasión y no dan su brazo a torcer ante ningún obstáculo sabiendo que la paciencia es capaz de derribar el muro más grueso. También me uniré con ellos en Puerto pasado mañana; van todos juntos para allá.

Entre cerveza y calimocho de ron, sí, acá es así porque conseguir vino es más difícil y sobre todo más caro, vamos "arreglando" el Perú, la selva, el mundo, la especie. Filosofamos hasta la extenuación. Camaradeamos hasta la confianza. En un momento, Alberto me pregunta un qué tal, y la respuesta es inmediata: como en casa.

Me hablan de la realidad cruda de la selva. De comunidades indígenas que voluntariamente, después de probar de qué va, eligen apartarse de la "civilización", eligen volver al estado original, el de "no contactadas". De cierta raya invisible más allá de Puerto Maldonado que nunca puede pasar un blanco si no quiere ser objetivo de las cerbatanas. De los buscadores de oro y sus miserias. De la contratación fingida para vender a las personas, así, directamente, en este mismo momento de la historia de la humanidad, para esclavizarlas en las plantaciones de coca, en las extracciones auríferas. De los chamanes y de la diferencia entre una verdadera sesión de ayahuasca y lo que venden a los turistas en el Cusco. De las 3800 hectáreas de selva que están a cargo de sus ONGs, todo incluido, plantas animales e indígenas, y de que la parcela, semivirgen, está rodeada por concesiones madereras; de que aún no la tienen delimitada y de que costará un mes trazar esa raya. De la mafia de la madera, de la extracción ilegal de la caoba. A medida que voy comprendiendo, me viene a la mente la imagen de un campo de golf en una pequeña y bellísima ciudad castellana, de nombre Sigüenza, y de repente se me antoja un problema insignificante, nimio, vulgar. Aquí, amigos, se está perdiendo la selva entera. Y ellos, arriesgando a menudo algo más que su dinero y su tiempo, son cuatro mosquitos picando a un mamut, un David con las manos atadas contra un Goliat con armas atómicas. Es la crónica de una muerte anunciada. Es la inevitabilidad dolorosa. Es una razón más que suficiente para dedicar toda una vida.

19 agosto, 2006

Vuelo directo a la llanura amazónica

Aerocondor me llevará mañana en un corto vuelo de media hora desde el Cusco hasta Puerto Maldonado. Por tierra hubieran sido dos días. Salgo de acá a las diez y media de la mañana, buena hora que me permite apurar mi última noche cusqueña (por ahora) en el kilómetro cero.

Puerto Maldonado está en plena cuenca del Madre de Dios, uno de los afluentes importantes del Amazonas, justo en la desembocadura del Tambopata, que da nombre a una importante reserva natural. Es selva baja en estado puro. La ciudad, importante puerto comercial en las mismas puertas de Brasil y Bolivia (tal vez el tercero de la Amazonía tras Manaus e Iquitos), tiene fama por los buscadores de oro.

Me han advertido de que tenga muchísimo cuidado con uno de los peligros más graves de esta zona de la selva. Se trata de la puzanga ("pusanga"), un brebaje de hierbas ignotas cuya formulación sólo la conocen determinados chamanes y que se puede preparar en dos variantes: por tres meses o por dos años. Tres meses o dos años de enamoramiento concretamente. Se supone que el resto, en caso de que interese, queda en manos de las artes de quien quiera enamorarte. Para hacer uso de la puzanga sólo tienen que aplicarte unas gotas en tu cuello o en tu pecho mientras se te obsequia con una breve caricia o un abrazo. Naturalmente, quien me ha prevenido de este tipo de peligro (que ciertamente me preocupa, no sé si me dejaré abrazar...) pertenece al sexo femenino, como podéis creer sin mucho esfuerzo.

He quedado con Alberto, el bilbaíno que hace voluntariado ambiental, y con el director de su ONG el martes en Puerto Maldonado. Desde allí, qué mejor sitio que el propio sitio, veremos las posibilidades de colaboración que se pueden plantear. Ellos tienen una serie de hectáreas de selva asignadas por el gobierno para realizar labores de conservación del bosque y de concienciación de la población indígena. No me importaría establecer un buen lazo en ese sentido para el futuro.

Deambulando por las calles de Cusco, he visto que lo del ecovoluntariado de Alberto no es un caso aislado. Concretamente, he topado con otra ONG que trabaja en un plan muy parecido, pero en el Manu, y que tiene su oficina y todo, concretamente al lado de la tienda-museo de instrumentos musicales andinos de Kike Pinto (a quien tenía que visitar por encargo de Nacho, esta vez el Amo). Es muy pronto para sacar conclusiones, pero me da la impresión de que el gobierno se quita el muerto de gestionar un espacio tan inacesible como es la selva mediante la asignación de responsabilidades a las ONGs. Concretamente, esta ONG hace labores de reforestación y también de educación. Lo curioso es que cobran al voluntario, que así se convierte también en colaborador económico. Quinientos dólares por un mes de trabajo (naturalmente estás a pensión completa, digo a saco de dormir completo). También aceptan turistas que quieran visitar sus "posesiones" y conocer su actividad por periodos de tiempo más cortos. A mi me empieza a parecer que no hay mucha diferencia entre voluntariado y negocio, por más que la chica de la ONG me ha repetido varias veces que son una asociación sin ánimo de lucro. No sé como funcionará la ONG de Alberto en estos detalles. El martes saldré de dudas.

Treinta días

Al principio, el tiempo pasaba despacio, parecía que la fecha de regreso a España estaba en el infinito y más allá. Después el viaje alcanzó la velocidad de crucero. Y ya va un mes en tierras sudamericanas. Sudamérica. Cada vez me suena más bonita esa palabra y más inmenso ese concepto.

Desde el veinte de julio, cuando me dejó Nacho S. en el aeropuerto de Barajas, parece mentira que cundan tanto cuatro semanas, han pasado un sinfín de cosas y he tenido algunas de las vivencias más intensas en mucho tiempo. Ya os dije que venía, en alguna manera, a buscar algún tipo de transformación sin saber muy bien en qué podía consisitir tal cosa. Puede parecer que andar en esas pasada la frontera de los cuarenta es trabajo vano, pero os aseguro por experiencia, y ahora lo sé, que no hay nada escrito en el camino de cada persona.

En este viaje he conocido a gente que, voluntariamente, vive el día a día, sin un chavo en el bolsillo y dándolo todo por un ideal. No os he hablado del Padre italiano que conocí en La Unión, por ejemplo, ni de Joe, el cantautor que dedica el fruto de su trabajo a intentar llevar a la escuela a los niños de las aldeas de las cumbres, que no van al cole porque tendrían que caminar cada día dos horas de bajada, y ni te digo de subida; esos niños se educan empíricamente, en la familia, y son monolingües: sólo hablan quechua.

En este viaje he visto con mis propios ojos la verdadera felicidad de las personas, he comprendido que la riqueza está en la pobreza y que la pobreza no es no tener dinero, que la pobreza no existe. En este viaje he aprendido a discernir entre miseria y opulencia por el procedimiento de invertir exactamente el sentido habitual de los términos.

En este viaje he visto el paraíso y he rozado la autenticidad. He comprendido por el mecanismo de sentir. He dilucidado el sentido real de la palabra tiempo.

En este viaje me han hablado de la violencia en estado puro y me ha sido mostrado con el mayor grafismo concebible el valor exacto de la vida humana, que no vale nada y lo vale todo. Me han hablado de futuras madres solteras que se suicidan antes de atreverse a serlo. De niños no natos que no acaban de salir del todo del vientre de una madre. Del producto doloroso de la tradición más exacerbada y del significado profundo y tremendo de la palabra machismo. De madres de diez años de edad. En este viaje he hablado con testigos que han visto con sus ojos a gente cercana torturada, familias completas de treinta miembros, con los dedos cortados y colgando, muertos, boca abajo, en las vigas de su casa; me han hablado de terrorismo y de guerra verdadera, de la que se hace por la supervivencia y contra la injusticia; de madres que ocultan a hijos, hermanos varones de mi informante, el menor de doce años, semienterrados durante semanas para que no sean reclutados. En este viaje me han mostrado cuál es el significado sutil de la palabra justicia y he comprendido que la diferencia entre bandos es tan cuestionable como la elección entre dos grises exactos.

En este viaje me han enseñado a ir más allá de la razón. Me han mostrado que hay fuerzas en el interior del ser humano que pueden superar lo que parece irremediable; que la relación mente-cuerpo se puede transformar en la más poderosa de las medicinas cuando está guiada por una personalidad excepcional, tal vez con la ayuda de algún brebaje cuya fórmula se hunde en las raíces del tiempo. Me han hablado de visiones de muertos vivientes en absoluta confianza personal y con tal prolijidad de detalles que me han llegado a hacer dudar; me han hablado del procedimiento para evitar los peligros del encuentro con un alma en pena y de que es frecuente verlas en la chacra al caer la tarde; de las creencias relacionadas con los cultos místicos prehispánicos que aún residen en el sincretismo fecundo de estas gentes; de la espiritualidad en estado puro, sin necesidad de libros ni de dioses.

En este viaje me he dejado al menos un par de jirones del corazón tirados en un par de sitios del amplio Perú, en lugares que quién sabe si volveré a pisar, en almas que quién sabe si volveré a rozar.

En este viaje, que todavía no ha concluido, ya llevo en el equipaje, como diría mi amigo Nacho, exactamente lo que venía buscando.

Nostalgia inca

Me lo he preguntado siempre: qué hubiera sido de las américas si no hubiesen sido "conquistadas" por los europeos, con los españoles a la cabeza. Pero nunca había sentido tan recurrentemente esa idea como en este viaje, especialmente en estos días en la región del Cusco.

Ama sulla, ama quella, ama llulla; no seas mentiroso, no robes, no seas holgazán. En el incario no se conocía la moneda. El trabajo de la hatun runa, la gente común, se dividía en tres categorías. La mita era la colaboración obligatoria de todo varón entre los 18 y los 50 años en la obra pública del imperio, caminos, puentes, templos, etc. La minka era el trabajo comunal, el trabajo de la tierra común de la aldea o ayllú, que se realizaba colectivamente. La minka incluía maravillas como el trabajo hecho por los válidos de la tierra correspondiente a los discapacitados, huérfanos o ancianos; aunque el honor de las gentes andinas impedía negarse a la colaboración, el que no la aceptaba perdía su derecho a la tierra. Por último, el ayni era y es el trabajo en reciprocidad personal, un sistema en el que el trabajo se transforma en moneda, un "hoy por ti, mañana por mí" en el que un vecino del ayllú ayuda un día a otro a hacerse su casa, o a desbrozar su chacra (su huerta), y al día siguiente la ayuda es inversa; esta reciprocidad, antiquísima, anterior a los incas, todavía existe entre las gentes de la Cordillera.

Parte del fruto del trabajo comunal había de cederse al estado, pero contra lo que pudiera parecer este impuesto no es a beneficio del Inca sino del pueblo; el estado se encarga de redistribuir esa producción, también los excedentes de las cosechas, de manera que los lugares que producen maíz reciben papa de los que no lo producen y viceversa, y lo mismo se puede decir de otros productos como la carne o lana de alpaca o de llama, etc. El sistema también sirve para amortiguar los años de mala cosecha, y por todo el imperio se construyen silos o graneros (collca) para este fin.

La expansión imperial se logra preferentemente mediante la anexión voluntaria de territorios, pero si hay que entrar en batalla no se duda, no sin antes dar los pasos necesarios para afianzar el resultado y las futuras relaciones diplomáticas (fundamentalmente: flujo de información hacia el Cusco y envío temprano de los que serán los representantes del Inca en los nuevos territorios). La vida espiritual de los pueblos anexionados es aceptada y respetada por el imperio. Muy al contrario, la simbología espiritual inca sincretiza y asimila los cultos andinos primigenios. La trilogía lo preside todo y se representa por todas partes en la arquitectura: tres ventanas, tres escalones, remates en tres ángulos, jambas con tres cantos, y, sobre todo, la cruz escalonada, cruz andina o chakana (representa la cruz del sur, constelación sagrada de los incas, y también los cuatro suyos del imperio; en su construcción geometrica se utilizan elementos triples; el orificio central es el ombligo, el Cosqo). La trilogía incluye muchos significados, como las tres obligaciones o principios vitales (ama sulla, ama quella, ama llulla), o el triplete cielo, mundo y submundo (hanan pacha, kay pacha, uku pacha); son el cóndor, el puma y la serpiente, la cuál es el submundo y también el río sinuoso, el agua; la figura de la serpiente sinuosa carece del significado negativo propio de las culturas europeas y se oberva en muchas construcciones incas.

El agua es venerada y bendecida antes del riego; es considerada el principio masculino y fecundo que hace surgir el fruto de la tierra. Pacha, la tierra, es junto con Inti, el sol, y Quilla, la luna, los dioses inmutables que representan la comunión con la naturaleza. También se venera y ruega al señor de los temblores (Pachacamac), al rayo (Illapa), emparentado con el agua y con la serpiente, y al arcoiris (Chuychú), el cuál se considera símbolo predilecto del incario. En conjunto, la simbología espiritual inca es un canto a la belleza del mundo, a la belleza de Pacha, un agradecimiento permanente a la naturaleza-madre, de la que el andino se considera parte y actor; los propios incas son hijos directos de Inti. Pero no se trata de un culto animista simple, como el de algunas religiones africanas primitivas. Por encima de todo hay un dios creador, principio de todas las cosas, que es único e informe: Wiracocha. Wiracocha es un legado de la cultura Tiahuanaco, en las orillas del Titicaca, de la zona de donde proceden los doce hermanos que fundan el imperio inca; para Tiahuanaco, es el dios barbudo y blanco que surge de las aguas del lago y crea el mundo para volver a perderse en el mar en su viaje al norte, no sin antes prometer su regreso. Pizarro fue considerado Wiracocha por algunos pueblos en un primer momento.

El Inca o Sapa Inca (literalmente "único inca") es dictador absoluto que se apoya en su consejo, compuesto por nobles y otros personajes ilustres o sabios del imperio. Para que el sistema de gobierno sea eficaz, el incario cuenta con una red de caminos que hace palidecer en eficacia en relación a su extensión a la del imperio romano, sobre todo teniendo en cuenta la complicadísima geografía andina. Los chasqui son personajes especializados y entrenados desde niños para transmitir la información desde o hacia cualquier rincón del imperio. La red de caminos nace en el Cosqo, que funciona efectivamente como un "kilómetro cero"; de su plaza parte el cápac ñan, el sistema radial, una vía principal por cada suyo. La comunicación se realiza mediante relevos de los chasqui apoyados en un sistema de tambos, o lugares de descanso diseminados por toda la red. Los chaski transmiten las órdenes del Cosqo o la información procedente de los curacas provinciales (jefes locales) mediante el quipu, sistema cifrado a base de nudos, o de viva voz, a menudo sin dejar de correr. Una noticia puede recorrer todo el imperio en pocos días y el Inca y su consejo siempre tienen información reciente de cualquier rincón del territorio que gobiernan.

En conjunto, el incario funciona con la precisión de un reloj suizo donde cada elemento tiene asignado un cometido perfectamente delimitado y el honor innato de la gente andina, todavía hoy palpable, dificulta que la maquinaria se rompa en algún eslabón débil. El inca es apreciado y venerado en un sistema político inédito que podríamos llamar dictadura ilustrada socialista (o comunista). Uno de los sistemas socialistas que en el mundo ha habido y que realmente han funcionado.

Cuando paseo por el Cusco, o cuando veo las imponentes ruinas de Sacsaywamán, o cuando, metido en Machu Pichu, medito en el destino afortunado de la ciudadela, a la que no llegaron los españoles por que no les fue revelado el secreto, no puedo evitar sentir nostalgia de esos muros de arquitectura sublime desmontados hasta casi su base y transformados en vulgares palacetes virreinales; de esos bloques de toneladas de peso (Sacsaywamán) tallados al milímetro en cada poro de su superficie, cortados, molidos para hacer cal, convertidos en cantera con la que satisfacer el ego de los hacendados después del reparto de terrenos en el Cusco; de ese Coricancha, templo principal del incario, reducido a una porción del magnífico muro exterior curvo y a un par de recintos, asimilados tras su saqueo y destrucción en el actual convento de Santo Domingo; de esa plaza magnífica hoy rodeada de catedrales y demás elementos de la cultura no integradora de los vencedores; del palacio del Inca Roca con su mampostería ciclópea única, hoy convertido, salvo por su base, en trivial palacio del arzobispo de turno; del Acllahuasi o Casa de las Vírgenes del Sol, sobre el que se construyó el convento de Santa Catalina, cuyas monjas de clausura reemplazan hoy a las semidiosas incas que en justicia son las verdaderas propietarias del sitio.

El Coricancha es, literalmente, el templo de oro. Las paredes de algunos de sus recintos estaban recubiertas del rico metal, símbolo del sol para los incas, y algunas techumbres estaban confeccionadas con gruesas placas de oro y plata. Además, el templo contenía cantidades ingentes de piezas de los metales divinos, figuras de llamas y alpacas de tamaño natural, representaciones del sol y la luna, etc. Se dice que es el templo más prodigioso que ha existido en la América precolombina. Cuando los españoles capturaron a Atahualpa, el último inca, le obligaron a pagar un rescate a cambio de su vida: que llenase una habitación de oro y otras dos de plata hasta la altura de sus cabezas. Atahualpa pagó religiosamente (quizá nunca mejor dicho). Y fue ejecutado inmediatamente. El Coricancha fue desvalijado y destruido sin atender a la riqueza monumental y cultural que representaba, y lo mismo ocurrió con el resto de palacios y templos. La excusa era luchar contra la idolatría, evangelizar, y el propio aspirante a obispo de una nueva diócesis era partícipe e instigador. La realidad es que la codicia era la guía de aquellos actos. Una codicia que robustecía y envilecía aún más la profunda ignorancia y el desprecio total hacia la cultura y el conocimiento de aquellos rudos compatriotas, e incluyo a los reyes de turno en la Península, de los que, sin duda, me avergüenzo.

El Cosqo estaba repleto de arquitectura monumental por todos sus rincones. El complejísimo y avanzado desarrollo urbanístico de la ciudad tuvo que impresionar sin duda a los españoles, acostumbrados a luchar contra "indios incivilizados". La actual catedral se edificó sobre el Kiswar Kancha, el palacio del Inca Wiraqocha. La catedral cristiana es un mausoleo de imágenes y santos de todos los colores y tamaños. Virgenes inmaculadas, asunciones, santas marías magdalenas, santos antonios, pedros o santiagos, cristos crucificados, decenas de capillas y hornacinas con su imaginería católica habitual, todo en un ambiente que incita a la compasión, sí, esa es la palabra. El vencedor impone su religión al vencido. Esa es la norma en el mundo que se llama a sí mismo civilizado. Y parece mentira cómo ha calado el catolicismo en la mentalidad innatamente mística de la gente andina.

Muchas capillas y altares del actual templo cristiano cuentan con un retablo en ese recargado estilo barroco de la época. La mayoría de ellos, como si se tratase de remedar al mismo Coricancha, están recubiertos de oro o plata, y el guía suele citar el nombre del obispo que "donó" un retablo concreto al templo, seguramente procedente del saqueo del pasado inca o de la esclavitud de los indios en las minas de oro y plata (Potosí). En uno de esos retablos se representa la trilogía, esta vez la católica, con sus tres dioses que son uno se coma eso como se coma, y en una capilla lateral hay una imagen de determinado cristo crucificado, la cuál resulta no ser una imagen cualquiera. Esta tallado en madera de cedro (el de acá, que es un árbol de la selva) y se muestra ennegrecido por el humo de los miles, de los millones de velas que ha tenido a sus pies en sus pocos siglos de historia. Se trata del Cristo de los Temblores, la imagen más popular y venerada de todo el templo. Todas las imágenes tienen sus seguidores en el Perú en un culto casi enfermizo que arrastra multitudes, pero la popularidad de este cristo es especial y, para mí, tremendamente simbólica: nace porque de él se dice que libra al Cusco de los terremotos (de los sismos, como se dice por acá).

En lo que se puede llamar sin tapujos un genocidio cultural y étnico, destruimos un sistema social elaboradísimo que, aún teniendo luces y sombras, no cabe duda de que contenía la potencialidad de haber evolucionado hacia un estado moderno y justo, y con mucha más razón si en vez de empeñarnos en conquistar y someter hubieramos tenido la sabiduría y la generosidad para mestizar desde el respeto, como los propios incas hicieron con suma inteligencia cuando disfrutaron de su turno. Pero no contentos con ello, dimos a elegir entre nuestra religión y la muerte, impusimos nuestro credo por ser mejor que el suyo y les libramos del pecado regalándoles la revelación, el evangelio, la verdad y la vida. Ya habréis notado que a este respecto, sinceramente, no veo ninguna diferencia.

18 agosto, 2006

Kilómetro Cero

Toda comparación es prescindible, pero imaginad el ambiente del Boris cuando pincha Javi y estamos diez o doce amigos en todo el local; o el de la Oveja Negra de Alcalá de Henares, "ellas", nosotros y la música nada más; o, salvando las distancias por el tipo de local, el del Kaptux de Guadalajara en plena camaradería. Imaginad un local pequeño, con la barra al otro lado de una columna, bastante madera y no demasiada luz, cuatro o cinco mesas y un escenario diminuto, pegado a una pared, en el que se suben los músicos casi como la salamandra del chiste. Imaginad en cada mesa gente distinta como si todos fuéramos amigos de toda la vida. Las dos rubias de iu-es-ei de la del rincón que pronto se animan a mover el esqueleto en el breve espacio entre dos mesas. La canadiense que va sola y nos pide una silla, y se sienta con nosotros dos. La pareja de Valencia, enrrollaetes ellos, que ponen un par de cervezas en el escenario, para los músicos. El grupo variopinto de detrás, con ingleses, australianos y belgas. Y el chico andino apoyado en la columna, de tez morena, larga cabellera negra, indio de pies a cabeza; le pregunto a mi amiga sobre sus rasgos elegantes, que me recuerdan un cuadro de algún jefe inca visto en algún museo, y ella me confirma con visión femenina que es ciertamente un chico muy guapo. Más gente en la barra, y otros que entran y salen. El local está abarrotado, o sea unas treinta personas, y el ambiente es denso y pegadizo... tanto que uno no puede escapar e irse a casa. Corre el daikiri y la cerveza ("Cusqueña", por supuesto) y, a medida que van sucediéndose los temas, el cantante va presentando cada mesa. "Un aplauso para las dos amigas de iu-es-ei." "¿De España? ¿Y de Perú? Un aplauso por la fusión." Ya nos conocemos todos. Hoy tocan cinco muchachos; una guitarra española conectada al amplificador que lleva los punteos y suena que estremece; un bajo eléctrico al lado izquierdo; el que canta, con otra guitarra española para los rasgados, un animador nato; uno que sólo toca lo que creo reconocer como una caja peruana; y otro, que canta y apoya en general. Todos ellos, menos el del bajo, con rasgos andinos cien por cien. Tocan mucha música que ha estado de moda en España, de los ochenta, La Unión, Gabinete, esa versión del Hotel California de no se qué chunguitos o similares, La Flaca, en fin, variadito y conocido, al menos para los hispanohablantes, que estamos en nuestra salsa. También tocan un porrompompero versionado que me encandila, "mirá, mirá que yo soy andino, y ten, y tengo sangre de quechua en lá, en lá palma de la manoooo; porompompóo...".

El "Kilómetro Cero", sanblasino y cusqueño él, es de esos locales en los que encajas. Cada uno tiene el suyo y cada uno lo sabe reconcer. Basta entrar y tomar la primera copa el primer día para tener la certeza de que no será la última vez. Yo ya llevo tres noches acudiendo desde que arribé en el Cusco. Todos los días tienen directo. Hoy toca música peruana...

He quedado allí con Alberto dentro de dos horas. Lo conocí ayer en el Kilómetro Cero. Él es bilbaíno y trabaja con indígenas en la selva, lleva tres años viviendo en el Perú, y trata con temas ambientales, mafias de la madera, nuevas carreteras y demás. Llevamos la misma ruta, hacia Puerto Maldonado, y estamos planeando vernos allá. He retrasado un día mi salida de Cusco por ver qué plan tenemos. Me encantaría que en vez de volar me ofreciera unirme a su grupo, que parten mañana o pasado en un viaje de tres días por carretera, con trabajo durante el camino. Ya os contaré.