22 agosto, 2006

El bosque amazónico

Javier maneja el machete con ambas manos, ora la derecha, ora la izquierda, a ras de suelo o por encima del hombro, hacia delante o hacia atrás. Su trabajo es un prodigio de precisión, así como su caminar, pausado y concreto, como el caminar de todos los hombres de campo que no sólo dicen que lo son. En la cabeza y en la actitud de este hombre enjuto de selva se condensa la sabiduría de toda una vida dedicada a una pasión, que es el bosque. Hemos salido en la mañana, a las ocho, tras tomar un energético desayuno junto con Ulla, a base de yuca y queso y huevo fritos, con una deliciosa bebida caliente de leche y plátano recién hervido y triturado. La senda sale de la parte de atrás de una de las manchas de platanera, una trocha abierta por el machete de Javier, primero en bosque secundario, después en bosque primario, auténtica selva virgen de llanura. De vez en cuando haremos incursiones fuera de la trocha, y es entonces cuando el machete de Javier entrará en acción, eliminando sólo lo necesario, abriendo camino únicamente en lo preciso. El tajo del machete afilado de Javier es como el acto del cirujano que está tan pendiente de la vida como de lo que corta.

Si existe un bosque, es la selva baja o de llanura. No existe un dosel arbóreo único, al modo de un bosque europeo, sino una maraña de plantas de todos los tamaños, desde algunas herbáceas que aciertan a tapizar a duras penas el suelo oscurecido hasta árboles emergentes de más de cincuenta metros robustecidos por raíces tabulares que hacen de contrafuertes. Entre ellos destacan las lupunas, blanca y roja (géneros Ceiba y Chorisia), que con sus gruesos troncos y bases ensanchadas son los reyes del bosque en Madre de Dios. Un tremendo ejemplar de lupuna blanca está en fruto y sus gruesos paquetes de semillas de quizá medio kilo de peso caen como bombas desde más de cincuenta metros haciendo peligroso acercarse a él. Cuenta Javier que el "chullachaqui" elige para habitar la base de las lupunas, cobijándose entre los contrafuertes de las raíces. El "chullachaqui" (literalmente, "desigual"), es invisible y tiene una pierna más corta que otra. Es un hombre pequeño de rostro arrugado que gobierna a todos los seres de la selva. Un personaje entre malicioso y juguetón, que resulta peligroso sobre todo por la noche, cuando un jaguar puede atacarte a sus órdenes o cuando un tropiezo fortuito en una rama no será tal, sino que él lo habrá dispuesto. Cuando el chullachaqui se enfada, golpea las raíces de su lupuna para hacer caer los pesados frutos.

Javier conoce todos los árboles de la selva. Me va enseñando a diferenciar unas especies de otras, unas veces por el color o la rugosidad de la corteza, otras por las hojas, lejanas en el dosel y siempre difíciles de separar de las de los demás árboles, otras por el olor de la madera o por el color o viscosidad de la savia. La madera del ajo-sacha huele a lo que dice su nombre, "ajo silvestre", y sirve para curar el riwi, una enfermedad que contraen los mineros del oro y que mata. La pona y la sacha-pona son palmeras con las raíces en forma de arbotantes góticos, que les permiten crecer por encima de sus posibilidades; en el tronco engrosado y liso de la primera hacen el agujero de su nido los loros. El guicungo es una palmera cuyo tronco está completamente cubierto de espinas, las espinas más grandes de la selva, huecas e infectantes, muy peligrosas en este medio (ayer precisamente conocí a una cooperante comida por la "uta", larvas de dípteros que se meten en tu cuerpo a través de una herida). A mí las especies de palma me parecen todas iguales, y cuando llevamos unas diez y comprendo que no me voy a acordar después, dejo de apuntarlas, pero Javier tiene una capacidad innata para diferenciar unas de otras, como si las conociera de toda la vida, que es lo que en ralidad ocurre.

En un momento del paseo, un ruido de movimiento en la hojarasca capta nuestra atención. Una piara de sajinos se mueve en la espesura. Sagino es el nombre local para el chancho o cerdo silvestre, conocido en todo el trópico como pecarí (Tayassu tajacu). Nos detenemos en la trocha a intentar observarlos, pero ellos nos han olfateado y también nos están vigilando. Al final nos tenemos que contentar con una visión fugaz entre la espesura. Un poco más allá, una masa se esconde entre unos arbustos. Dice Javier que es un achuni, nombre local del coatí (Nasua nasua), un mamífero carnívoro perteneciente a un grupo zoológico específico del Nuevo Mundo, muy característico por su nariz alargada y móvil. Yo ya lo había visto en el zoológico de Tingo María. Javier me cuenta que tiene la costumbre de vigilar a los grupos de monos, hasta se avalanza sobre una hembra y la monta; después, si puede, sigue con otra, y con otra, y otra... No en vano, su vaina desecada, dice Javier, (su pene) es usada localmente como afrodisíaco, aunque a mí me queda la duda sobre si tal prodigiosa virtud no estará deducida erróneamente según la teoría del signo, que dice que un remedio es curación del órgano al que se parece (por la aguda nariz carnosa y móvil del animal).

Distintas aves se escuchan en la espesura, entre ellas el pancar, pájaro capaz de imitar a todas las aves y también la risa y el llanto humanos. En lo más profundo de la espesura, una pava de monte se pasea de copa en copa. Las pavas de monte son gallináceas tropicales que viven en las selvas, del tamaño de una gallina grandecita. Su carne es muy apreciada. En esta ocasión la podemos ver con claridad. Quizá se trate de la pava pucacunga o amazónica (Penelope jacquacu), aunque Javier la llama simplemente "pava de monte".

Seguimos avanzando. La trocha hace un recorrido circular, con varias ramificaciones adicionales, de varios kilómetros de longitud. El caminar es cómodo por la topografía aluvial perfectamente llana y por la sombra densa que amortigua el calor. Al pie de un árbol de sihuahuaco, otro de los gigantes de la selva, encontramos varios agujeros del diámetro de un muslo humano. Es la guarida del picuro, nombre local de los agutíes, un roedor de gran tamaño típico de la selva y cuya carne es muy apreciada (género Dasyprocta). Yo la comí en Tingo María y doy fé de que es una carne sabrosa y suave. Javier, usando un palo afilado, intenta molestar al animal para que salga de su guarida; de hecho, podemos sentir que el palo toca en algo blando, pero el picuro se niega a salir. El sihuahuaco es un árbol de madera muy dura y muy densa, que se hunde en el agua, muy apreciado en construcción cuando se ha de asentar sobre terrenos húmedos pues resulta imputrescible. Javier me enseña unos restos de madera de un ejemplar que cayó hace años en una zona pantanosa de su selva y que todavía permanecen intactos semisumergidos en el agua. Él no suele cortar árboles para hacer sus construcciones: los árboles caen sólos de manera natural por toda la selva, sólo hay que localizarlos y aprovechar lo que sirva. "Con un sólo sihuahuaco se pueden construir dos casas; para qué cortar".

También aprendo a reconocer la tangarana, que además de un baile típico local es el fenómeno al que imita este baile: el árbol que contiene colonias de hormigas en su interior (género Triplaris). Hormigas de tres o cuatro milímetros que muerden e hincan su aguijón a la vez. Salen todas como una exhalación de pequeños orificios en la corteza, el interior del palo está hueco y es su vivienda, a nada que se golpea uno sin querer con el árbol. El baile nativo imita el sacudirse de los molestos e inesperados vigilantes de tan bien protegido árbol.

Se ven pocas mariposas y ningún pica flor (colibrí), pero es que en la estación seca no hay apenas floración, salvo algunas Heliconia o platanillos de inflorescencia espectacular; me prometo a mí mismo visitar estas selvas en época de lluvias, en la época más cálida del año, cuando toda la vida explota (diciembre-febrero). Pero de repente encontramos un arbusto completamente cubierto de flores de color lila, y allí se concentran todas las mariposas de la selva. Especies de todos los colores y tamaños agrupadas para libar en el único punto abundante en néctar disponible.

Seguimos nuestro paseo mientras Javier me sigue introduciendo en el fascinante mundo de las selvas amazónicas, mientras me habla de sus problemas con los vecinos de los terrenos adyacentes, con incendios provocados, con talas no consentidas en sus terrenos, mientras me habla de enfrentamientos en los que median armas de fuego. La vida en la selva es, en efecto, algo más que lo que se percibe en el apacible discurrir de los días en Puerto Maldonado.

Regresamos a casa, a la chacra, tras más de cinco horas de paseo. Ulla nos espera preparando la comida. Comeremos un exquisito caldo con carne de achuni, papas y yuca, acompañado por un excelente jugo de carambola recién exprimido, mi zumo favorito por estas tierras. Me despido de Ulla antes de caer la tarde, y Javier me llevará a Puerto Maldonado, mientras las escenas de las orillas del gran río se suceden como en una película de viajes; mineros tamizando la arena en busca de oro; una piara de chanchos domésticos revolcándose en un lodazal en una de las playas; las aves de las orillas posadas en las ramas secas dejadas al aire por las aguas bajas; y por encima de todo, la selva enmarcándolo todo en ambas riberas. En la lejanía aparece la silueta destartalada de la ciudad, y al poco me despido de Javier, guardando en algún rincón de mi conciencia la idea secreta de que no será la última vez en que lo veré en la vida.

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