Queridísima amiga:
La selva huele a la tierra y a la lluvia. La selva es verde, de todos los verdes. La selva tiene el sabor del fruto silvestre del aguaje. La selva huele a vainilla en la corteza de un árbol y a ajo en la corteza del siguiente. La selva es de todos los tonos del verde en las copas, de todos los tonos del gris en los troncos y de todos los tonos del pardo en el suelo. La selva sabe a guanábana y a la carne delicada del picuro. La selva huele a esa palmera que con sólo una flor todo lo impregna. La selva tiene el color rojo de las flores y el azul de una mariposa que sobrevuela el sotobosque. La selva sabe a la infusión de la hierba luisa y a la semilla del nescafé, que es un café que no es café y sabe a café. La selva huele al humo lejano de un hogar en una choza. La selva es del color pardo del barro del agua de vida. La selva sabe a la neblina masticada de un pantano semiseco. La selva huele a antigüedad eterna, a tierra crujiente de eones, a viaje instantáneo al más remoto de los pretéritos. La selva tiene el color de la inmensidad, el tono de lo inamovible, el reflejo de lo insondable. Y por encima de todo, la selva, muy por encima de todo, amiga mía, la selva sabe a poco. Siempre sabe a poco. Pero eso, queridísima amiga, aunque me lo preguntas, tú ya lo sabes, ¿verdad?
23 agosto, 2006
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