20 agosto, 2006

Sobrevolar la selva

Ya en Puerto, sin novedad. El vuelo desde Madrid penetra en Perú por la frontera con Colombia, y se llega a ver en la lejanía Iquitos y el Amazonas. Pero los vuelos internos permiten una visión mucho más cercana de la tierra desde el aire, especialmente uno tan corto como éste en el que cuando el avión termina de ascender ya está iniciando el descenso.

Elijo ventanilla y no hay demasiadas nubes en el Cusco. Sobrevolar los montes resecos de los Andes, con su cultivos en pendiente y sus plantaciones de eucalipto, añade una visión más completa a un tipo de paisaje que ya tengo interiorizado. Atravesamos la capa discontinua de nubes entre turbulencias y, tras un tiempo de no notar apenas cambios, el avión sigue ascendiendo lentamente, la textura de la nubosidad cambia. No se ve la tierra, pero es obvio que estamos acercándonos al borde andino. De pronto, la capa de nubes se aleja de nuestra altura de crucero. El mar de nubes se desploma hacia abajo a la vez que la nubosidad se vuelve más grumosa, nubes de desarrollo vertical. Es obvio que estamos atravesando la ceja de selva, la selva nublada de montaña, aunque es esta nubosidad precisamente la que nos impide su visión. Y de repente vislumbro que la ceja de selva es el lugar perfecto para ocultar a la vista cualquier cosa que quiera ser ocultada, difícil de vigilar desde tierra por la orografía y la espesura selvática y difícil de vigilar desde el aire por la capa semipermanente de nubes.

Un poco más allá, el mar de nubes se empieza a abrir. No es todavía mediodía y la llanura amazónica aún no está completamente cubierta de nubes tormentosas, tan sólo algunos cúmulos en formación separados entre sí, aunque una brumosidad translúcida lo envuelve todo hasta el horizonte. La selva se ve desde esta altura, unos 3000 metros, como un inmenso tapiz de un verde apenas heterogéneo, casi pardo por la densidad de la atmósfera. El río Madre de Dios se ve serpenteando en color barro al fondo y la única herida en la inmensa extensión verde es una carretera terrosa de tramos rectos infinitos a cuyos lados, apenas unos cientos de metros, se aprecian signos de deforestación. Todo lo demás es el tremendo bosque, la gran selva amazónica que cubre países enteros. Por un momento me replanteo las reflexiones de anoche en el Kilómetro Cero; desde este pundo de vista privilegiado pudiera pensarse por un momento que queda selva para rato.

Pero es cuando el avión empieza a perder altura hacia un punto lejano en el horizonte, que es el aeropuerto, cuando la visión geográfica, integradora y global, cede ante el instinto de biólogo, que de repente se dispara. Lo que hasta entonces era una extensión inmensa apenas grumosa comienza a resolverse en tonos de verde, colores de copas en flor, rojas, completamente rojas, amarillas, árboles salpicados que emergen del dosel y que han perdido el follaje, es estación seca, grandes hojas de palma, mosaico interminable, siempre distinto, siempre parecido, infinidad de formas vegetales, amontonamiento de soluciones evolutivas, biodiversidad en estado puro. Quedo fascinado con la visión y no puedo separar la frente de la ventanilla. Los kilómetros y kilómetros de bosque megadiverso pasan debajo de mis pies como si se me estuviera ofreciendo un resumen condensado de la historia de la vida. Me traslado al Eoceno, cuando la Península Ibérica y toda Europa estaban tapizadas por un bosque parecido. Intento colarme entre los huecos de las copas para imaginar como se verá todo desde dentro, mirando hacia las hojas, hacia los escasos rayos de sol que pueden penetrar. A pesar de la climatización de la atmósfera del aeroplano, creo comenzar a percibir el calor y la humedad del ambiente selvático. El olor a barro y moho. Lo que me ocurre es que estoy sintiendo, otra vez, la llamada de la selva.

Aterrizo a las once y media en el Puerto Maldonado, y el aeropuerto recuerda a aquéllos que se ven en las películas, una sóla pista simplemente correcta y un sólo edificio al final que es más bien una nave, de estructura metálica, con paredes de celosía y permanentemente ventilada, sin vidrio que aisle de unos rigores climatológicos que no existen. Mientras el piloto realiza la maniobra en tierra, me quito la camisa que llevo abierta por fuera, necesaria en Cusco pero innecesaria acá, y la guardo en el bolso. Treinta grados centígrados en el exterior, asevera el piloto.

Desembarco, y como cada vez que me zambullo de golpe en esta atmósfera pegajosa, me viene a la mente una frase que tiene ya veinte años. La que me dijo el señor cubano con quien compartí asiento entre Madrid y Puerto Rico en el momento de salir del avión y entrar en la pasarela, dos de la madrugada, al exclamar yo un "qué calor": "Es que estás en el trópico, muchacho..."

1 comentario:

nacho dijo...

Dicen que una imagen vale más que mil palabras.Que equivocado andaba el que lo decía.
Joder Julio te superas por momentos.Por cierto, ¿has sopesado la idea de publicar este blog?
No lo eches en balde.
Cuídate Julio.