22 agosto, 2006

Una noche en la selva

Ulla termina de cocer el pan en la sartén. El fuego se contiene en un hogar improvisado, dos bloques alargados de barro cocidos por el uso, dispuestos sobre una mesa de cuatro tablas a la distancia de la anchura de las cacerolas. Todo dentro de un cobertizo de madera con techo de hoja de palma, al que ellos llaman "la cocina". En casa de Javier y Ulla no hay electricidad ni agua corriente. El agua se toma del Madre de Dios, se decanta hasta que el barro se deposita, y se cuece, aunque para tomar directamente Javier trae agua mineral de la ciudad en su sencilla barca con motor fuera borda. Javier es un perfecto conocedor de cada palmo del río, en invierno o en verano, con aguas altas o bajas, y sabe sortear cada palo caído y cada banco de arena aún en total oscuridad.

Estamos Ulla y yo solos en su chacra. Javier ha tenido que ir con una amiga (María, cusqueña híbrida de selva, de ojos hipnóticos) a la que le hizo el favor de llevarla con sus clientes a una visita turística, María es guía de una agencia de viajes en Puerto Maldonado, y debe devolverla a la ciudad. Javier volverá más tarde; Puerto está a algo más de media hora de navegación río arriba. Una hora la ida y vuelta, pero aquí el concepto de tiempo es otro. Mientras la tarde va cayendo, Ulla me explica qué motivos pueden impulsar a una alemana, de piel blanquísima y maltratada por los insectos y de apariencia menuda y frágil, sólo apariencia, a romper con el mundo occidental, a perderse en este rincón de fuera del mundo en condiciones de cuasi supervivencia. Le pregunto por la inseguridad de un sitio tan apartado, aunque hay vecinos en la otra orilla, casi un kilómetro de agua y barro de por medio; es un "logde" turístico, cabañas en alquiler a millón para los acaudalados del norte, algo muy frecuente en Puerto Maldonado y paradigma local del desarrollo económico ordenado y sostenible. "No hay ningún problema", me contesta categórica, y es que en Puerto Maldonado se respira un ambiente pueblerino (50000 habitantes) de absoluta confianza. A pesar de que en la selva algo me dice que es otra historia, y por momentos la apariencia es de que la ley del talión es la que manda. Pero ella lleva aquí ya un año, hace seis meses que se casó con Javier, hermano de un amigo que conoció en Escocia donde vivían en pleno entorno rural, y se supone que sabe lo que dice. Su testimonio de vida es prueba de ello.

La luminosidad tropical ha ido tamizándose a medida que pasaban los minutos. Llevo un par de horas con Ulla, con quien me dejó Javier en absoluta confianza mientras él concluye su trabajo. La densa vegetación que rodea las tres únicas construcciones de madera, de un solo cuerpo, en que consiste su hogar, ya hace tiempo que se interpone parcialmente a los rayos solares, cada vez más oblicuos. La chacra (huerta, finca, terreno) está rodeada de plantaneras de cinco o seis metros de altura que forman algo parecido a bosquetes jurásicos, de tremendos árboles de mango, palta (aguacate), pan de árbol, caimito, cítricos, matas de yuca, de piña, de ají, que bien pudiera parecer en lugar de una chacra la mismísima selva virgen. Un hermoso ejemplar de pan de árbol (Astrocarpus) está herido de muerte en su base por desidia del anterior dueño del terreno, pero Javier ya ha puesto dos nuevos palos (árboles) sembrados de semilla hace tres años. Superan ya la docena de metros y este año darán su primer fruto. Así es la agricultura acá, casi la no-agricultura, como le indico a Javier. Un simple trozo de madera arrojado al suelo enraiza y crece como por arte de magia. No hay que abonar. No hay que regar. Tan sólo hay que desbrozar un pedazo de monte y mantener el desbroce, la principal fuente de trabajo por aquí. Siquiera hay que iniciar los procesos y esperar. Esperar muy poco. Aquí se puede vivir literalmente de lo que cae de los árboles. No me cabe duda de que los mitos del paraíso de nuestras culturas de origen semita debieron de inspirarse en la visión de los trópicos, tal vez los trópicos asiáticos a través de Sumer o de otros pueblos del desierto, antiquísimos, en los mismos albores de la civilización.

Sobre una gran tabla, Ulla me ofrece su pan, unos pedazos de queso y unas aceitunas. Será mi cena de hoy, mientras ella se sirve algo que sobró en el almuerzo. Como bebida, un delicioso preparado a base de limones de acá (limas) y agua que deduzco sacada del río. No está frío, tan sólo a la temperatura de la sombra y de la hora del día, pero es el mejor refresco que he tomado en mucho tiempo. Cenamos apaciblemente, mientras Patricio, el pequeño mono blanco que vive con ellos desde que su madre fue abatida en la selva y quedó huérfano, me hace muecas, soy el desconocido, sin dejar de permanecer aferrado a Ulla, su madre adoptiva. Lorenzo y Lara son dos guacamayos, azul él y roja ella, que también andan por la chacra a sus anchas, son los reyes del lugar, además de tres perros, dos de ellos aún cachorros, un gato "que no caza nada", y las consabidas gallinas, imprescindibles en toda economía rural. Los animales hacen compañía, me contaba hace un momento Ulla mientras todos ellos pululan a su alrededor, dando y recibiendo cobijo a partes iguales.

Ya ha caído el sol tropical tras el horizonte, y el gran río recibe los últimos rayos del crepúsculo mientras se torna literalmente insondable, mientras se realza en un gris terroso y brillante que se difumina en la frontera insensible del cielo oscurecido, mientras se enmarca en el borde negro y profundo de la selva espesa. Los mosquitos, las moscas acá, durante el breve espacio del cambio de luces han hecho estragos en mis tobillos por no haberme puesto calcetines a tiempo. Ulla, más acostumbrada, me avisó tarde mientras iba a por sus botas de goma, típicas botas de agua de media caña de las de toda la vida, calzado habitual cuando se entra en faena en estos pagos. Los sonidos de la noche empiezan a apoderarse del campamento, no sé muy bien cómo definir el lugar, y las chicharras de todas las especies inician la sinfonía más multitudinaria del mundo. El gorgeo metálico del bocholocho, que semeja el gotear de un grifo o el sónar de un batiscafo, se ha detenido junto a las demás aves diurnas, que enmudecen con él recogiéndose en las profundidades del dosel selvático, mientras los primeros murciélagos comienzan su danza etérea y zigzagueante entre las copas. De repente veo un brillo. Y otro. Y otro más allá. Las luciérnagas empiezan su danza y el bosque-chacra se envuelve en el misterio aún más, como si tal cosa no tuviera límite conocido. Son insectos voladores que van emitiendo su destello intermitente, con una cadencia propia de su especie, con una regularidad engarzada en sus genes desde la noche de los tiempos. Una de ellas viene volando directamente hacia nosotros, y dispongo mi mano para recibirla. Son pequeños escarabajos, frágiles, con el abdomen como una diminuta bombilla que se ilumina de golpe, se apaga, se ilumina, se apaga. Ulla no sabe ponerles nombre en castellano, su alemán natal aún es su lastre, pero me dice que hay otra especie más grande, que ahora no es su época. Javier me confirmará que el nombre local es luciérnaga, como en Europa la nuestra; yo esperaba tal vez otro nombre.

Mientras la danza de las luciérnagas se intensifica a ras de suelo del bosque, Ulla reconoce el sonido de un motor. Javier llega con la leche y alguna cosa más que le encargó ella, y se incorpora a la cena casi al final de la nuestra. El tiempo va pasando en la oscuridad. Tan sólo un quinqué de petróleo en el centro de la improvisada mesa, hecha con una tajada de árbol y unos tarugos, ilumina nuestras caras y un pequeño círculo alrededor. Javier me va relatando su vida en este pedazo de las afueras del mundo. Compró un kilómetro cuadrado de selva a orillas del Madre de Dios hace ahora diez años, y se instaló inmediatamente en él. Ahora que está con Ulla, pretenden dar cobijo a turistas, y para ello acaban de construir la cabaña en la que yo me voy a alojar. Pretenden construir dos o tres más, pero no para ofertar las típicas actividades de pseudoaventura. Él es un buen conocedor de la selva que ha vivido y peleado en Iquitos y en Brasil y se ha preocupado de formarse personalmente. Quiere enseñar la auténtica realidad de la selva a quien verdaderamente quiera escucharle.

En un momento de la sobremesa algo grita en las copas de los frutales. "Están comiendo", me indica Javier sigiloso, mientras va a su habitación a por la linterna. Al enfocarlos, unos ojos redondos de animal nocturno nos miran con curiosidad. Hay varios, tal vez la media docena. Son monos nocturnos, dice Javier, que han invadido imperceptiblemente las enormes copas mientras cenábamos. Informándome, veo que se ha de tratar de una especie de Aotus, quizá el endémico Aotus miconax. Al parecer, a menudo vienen a comer a la chacra, plátanos, mangos, lo que sea. Javier y Ulla están felices de compartir parte de su producción, de cualquier manera excedente, con sus vecinos de la selva, monos, saginos, achuñíes, loros, o cualquier otro "amigo". A mí me vienen a la cabeza Lorenz y Durrell.

Llega la hora de retirarnos a nuestras camas, y le pregunto a Javier si el rito de la mosquitera es imprescindible, a lo que me responde que si los zancudos molestan, que casi sí, pero que según lo vea uno mismo. Los zancudos son los mosquitos culícidos de los géneros Aedes y Anopheles fundamentalmente, transmisores de todos los males tropicales, aunque parece ser que la malaria está prácticamente erradicada en el Perú y contra la fiebre amarilla, que sí está presente, voy vacunado. Del dengue no sé nada, pero espero no topármelo...

Junto a la puerta de la cabaña, Ulla ha dejado un rollo de papel sin dar explicaciones sobre cómo y dónde usarlo. La selva lo rodea todo y es inmensa. Tras despedirnos y preparar un poco la cama, salgo un momento al exterior para sumergirme en solitario en la noche selvática. De repente, miro hacia arriba. Es la primera vez que lo hago, plena oscuridad cerrada pues no hay luna, primera noche verdadera en mitad del campo desde que estoy por acá. La Vía Láctea, perfecta, más lechosa que nunca, cruza el cénit de norte a sur. Sus manchones neblinosos guían mis ojos, y reconozco la Lira, el Delfín, el Águila y, en el horizonte septentrional, apenas visible, una parte de lo que creo el Cisne. Pero de repente una constelación cautiva mi vista. En pleno cénit. Es el Escorpión. Y lo estoy viendo completo, con su cola erizada contra sí mismo, con sus garras en la parte opuesta, todo rodeado de los magníficos campos estelares de esa parte del cielo. Nunca había visto esa imagen, acostumbrado a encontrar al Escorpión acostado contra el horizonte y a duras penas visible por completo. Cuando salgo del ensimismamiento, habría dado un dedo pulgar por unos prismáticos, sigo el torrente blanco de estrellas hacia el horizonte sur. Y, casi sin darme cuenta, la veo de refilón, mientras voy siendo consciente poco a poco de ello. Ahí está: la constelación sagrada de los Incas. Visión imposible desde el Norte. Es la Cruz del Sur, señal de marinos y guía de exploradores; flotando como una señal para el viajero sobre el horizonte del río, presidiéndolo todo con su sencillo y efectivo icono romboidal.

Regreso a la cabaña entre los sonidos de la selva y el titilar perfecto de las estrellas del sur, y me dejo cobijar por el techado de hojas de palma mientras persisto en plena ensoñación, con el espíritu sobrecogido, transportado aún más allá de lo que en realidad quiere decirme un mapa. Me rodeo con la malla de tul y me cobijo a duras penas, semidesnudo, bajo una manta ligera. Por la mañana, de amanecida, el fresco del río calará en los huesos. Cuando cante el gallo y el bocholocho retorne con su gorgeo goteante, me espera un largo paseo por la selva virgen, por la selva de Javier y de Ulla. Será un recorrido iniciático de la mano del mejor guía que uno puede encontrar en este rincón de los extrarradios de la realidad.



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