08 agosto, 2006

Quilla

Veo en Oxapampa a Quilla plena de sí misma, y tomo el colectivo hacia Chanchamayo. Por el camino es noche tropical cerrada y la imagen etérea de la reina nocturna me persigue pegada a la ventanilla, flotando sobre los montes de selva, sobre los ríos que hablan, sobre las quebradas de misterio. Apenas una nubecilla desflecada y clara oculta la imagen grisácea del zorro amado, pero sólo en parte, sólo fugazmente. Llego a Chanchamayo y Quilla sigue completa, oronda y brillante, y por un instante percibo que la imagen argéntea de la reina la verán en este mismo instante, idéntica en detalles, igual como la misma gota de la misma realidad, sobre Huánaco, sobre Lima, sobre Ucla, sobre la Montaña Vieja, y uno ve de pronto a Quilla en la Alameda, sobre la Catedral, en el Pinar, en el monte de Guijosa, y percibo por un instante la unidad del mundo, la ubicuidad de la realidad, la unicidad de la existencia misma. Es entonces cuando me da por pensar que los humanos atravesamos los dominios de la luna ignorantes de su reinado, ignorantes de la magnitud de su mundo que es el nuestro, ignorantes, en fin. Los humanos, pobres humanos, siempre tan rápidos, siempre muchísimo más rápidos, que la sucesión de los días y de las noches, que los retazos volanderos de las nubes, que el aire eterno y ascendente de una selva.

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