15 agosto, 2006

La Montaña Vieja

Se dice que cuando Túpac Amaru, el último Inca rebelde que fue capaz de retomar los ejércitos andinos, ya muertos Almagro y Pizarro, inició su última retirada hacia sus lugares de resistencia, eligió superar grandes dificultades para alcanzar los pasos altos de la Cordillera de Vilcanota pasando al lado mismo de los nevados. No tenía porqué hacerlo: podía haber elegido retirarse a Machu Pichu. Pero no lo hizo, muy probablemente por una razón poderosa: evitar cualquier riesgo de dar a conocer el emplazamiento de la Ciudad Perdida a los españoles. Con ello, impediría con toda probabilidad su irremediable destrucción, con lo que su gesto se erige en condición para que Machu Pichu llegará casi indemne hasta nuestros días, tras más de cuatro siglos enterrada en la maraña de la selva.

La Ciudad Perdida se ubica en las faldas de una montaña, la Montaña Vieja, el Machu Pichu. Cuando Hiram Bingham, historiador norteamericano (Yale), hizo campamento por primera vez en la plaza principal del complejo, el 24 de julio de 1911, no sabía lo que había encontrado, aunque sintió que era precisamente lo que buscaba. Ningún cronista, ni Cieza de León, ni el Inca Garcilaso, hijo de princesa real y que conocía de primera mano todo lo referente a su linaje, ni nadie, dejó mención alguna a la Ciudad Perdida. No hay ninguna referencia hablada, escrita o simbólica que dé alguna pista sobre su existencia, su ubicación, su acceso o sus detalles urbanísticos y arquitectónicos. Tanto es así, que Bingham tuvo que elegir nombre para su descubrimiento increíble, que así quedó bautizado con el topónimo quechua de la montaña sobre la que el Inca Pachacutec (al parecer) edificó el Machu Pichu a principios del siglo XV.

La Ciudad Perdida aparenta ser algo más que uno de los últimos lugares perdidos de la arqueología. Más bien, por lo dicho y por otros indicios, pudiera ser una verdadera ciudad secreta. Una ciudad de la que tal vez sólo tuvieran noticia la nobleza de sangre del Inca y su séquito, sirvientes o guardas directos. La ciudad tiene más de doscientas viviendas, capaces de albergar a algo más del millar de almas, cifra adecuada a lo necesario para el servicio del monarca y su familia y al mantenimiento de la propia infraestructura de la ciudad.

La ciudad se enmarca entre el Machu Pichu, en cuya falda septentrional crece, y el Wayna Pichu, la Montaña Joven, la caracaterística y empinadísima montaña mundialmente conocida que hace de fondo hacia el norte. La ascensión al Wayna Pichu es una de las cosas más fascinantes que se pueden hacer en la visita a Machu Pichu por cuanto permite ser consciente de la perfección del emplazamiento de la ciudad, rodeada por todos los lados menos por uno, que es precisamente la cima del Machu Pichu, por imponentes precipicios y pendientes de selva casi verticales, enmarcada como está por un inmenso meandro, encajadísimo, del río Urubamba. En los alrededores de la cima del Wayna Pichu hay distintos puestos de vigilancia que permiten un control visual perfecto de todo acceso; además, en su parte posterior, en un emplazamiento bastante inaccesible que aprovecha unas cavernas naturales, se erige el Templo de la Luna, al que cuesta algo llegar por una vereda de fuertes pendientes entre vegetación densa de selva de montaña.

Fueron los incas grandes admiradores de los fenómenos naturales, y el Machu Pichu no deja de rendir homenaje a este hecho. Presidiendo la plaza principal, la tremenda explanada verde que delimita los dos sectores de la ciudad (oriental y occidental), se encuentra el Intihuatana, la plataforma del gnomón solar con el que se detectaba la llegada de los solsticios y otras fechas relevantes. Incluso la disposición de la propia ciudad, con la pendiente principal y la mayoría de las ventanas orientadas al sol naciente, hace de algún modo homenaje al Astro Padre de los Incas. Junto al Intihuatana se edifican un complejo de templos, el de las tres ventanas, a través de las cuales se hipotetiza que se arrojaban ofrendas a la Pachamama, la Madre Tierra; el templo principal, de magnífica factura pétrea al más puro estilo inca (tallado poligonal y juntas en seco de ensamble perfecto); el de la luna, orientado a poniente, lugar donde Quilla alcanza su mayor magnitud poco antes de ocultarse. En otros sectores se observan el templo del sol, cuyas ventanas también hacen determinado juego en los solsticios, y el del cóndor, ave sagrada de los incas. La mayoría de los edificios importantes utilizan parcialmente elementos rocosos naturales a los que complementan con su magnífica mampostería, a veces ciclópea; y es que la gran arquitectura inca es la que más se ha inspirado en las formas de la propia naturaleza, de la que ellos mismos se consideraban tributarios o aún hijos.

Entrar por primera vez al Machu Pichu antes de que el sol asome por el perfil de las montañas magníficas que rodean el complejo, con los andenes de cultivo aún vacíos de turismo, con todos los recintos solitarios, el ambiente húmedo, la plaza central inmaculada en verde, el Wayna Pichu aún ligeramente neblinoso, es una de esas experiencias irrepetibles que merece la pena vivir. Recorrer sus callejas, laberintos infinitos, humedecer las manos en sus fuentes ceremoniales, imaginar a los selectos habitantes de la ciudad en la plaza presenciando el momento en que el Intihuatana lanza su sombra solsticial, entrar en lo que pudieron ser los aposentos del Inca, o los de las ñustas (princesas), o los de la Colla (reina), situarse en uno de los puestos de mando de la cima del Wayna Pichu y otear en el horizonte el camino del Inca, por el que el soberano venía en parihuelas desde el Cusco, a más de cien kilómetros, palpar las piedras de cinco siglos y sentirlas mucho más antiguas, tal vez de la edad de Pacha, la Tierra misma, todo ello es un conjunto de experiencias que van más allá de la descripción.

Y por encima de todo, el emplazamiento, la vertiginosa caída de murallas de selva desde cualquier horizonte, el imponente río Urubamba al final del precipicio, la presencia permanente en el horizonte occidental de los nevados de Vilacanota, sin duda hoy, para mí, sagrados, el marco sobrecogedor de los distintos Pichu que rodean a la ciudadela. Dada la falta de información directa, los estudiosos todavía no se ponen de acuerdo acerca del significado práctico de este lugar; acerca del motivo que impulsó al Inca, habitante de la sierra reseca, a edificar una ciudad secreta en plena montaña selvática. Sin embargo, a mí no me cabe ninguna duda. Porque para mí, el Inca -tal vez como uno mismo- era ante todo, por encima de todo, un profundo admirador de la belleza en estado puro.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Una pequeña observación en donde Ud. dice Ocla refiriéndose a la esposa del Inca, el termino correcto es Colla, a no ser que yo este en un error, mil gracias por escribir tan bien logrando transmitir paso a paso su sentir, cualidad tan importante en un medio como este. Felicidades.
ABC

Anónimo dijo...

o quizás Ud se refiera a las acllas, que eran las mujeres escogidas por el Inca. mmmm.

Julio dijo...

Abc: no, no, tienes razón, lo escribí de memoria, es Colla. Gracias, lo corrijo.